He observado que mucha gente, cuando ha de admitir algún mérito propio, suele iniciar la frase diciendo: "La verdad es que...". Por ejemplo, al comentario "tú eres un empresario de éxito", el aludido contesta, en el tono de quien comprende que en este caso el autoelogio es tan obvio que sería inútil tratar de negarlo: "Pues la verdad es que no me puedo quejar". Y así todo: "La verdad es que soy un gran perfeccionista", "la verdad es que tengo mucha facilidad para el baile", etcétera. En cambio, cuando lo que ha de decirse es desagradable y puede ofender, se suele preferir este otro sintagma: "Yo sinceramente...". Verbigracia: "Yo sinceramente pienso que toda la culpa fue tuya", "yo sinceramente te veo más grueso después de verano", "yo sinceramente no soporto tu aliento". Se diría que, por invocar la sinceridad, el impertinente goza de inmunidad casi absoluta y que los demás debemos aceptar con paciencia su exabrupto, cuando no agradecer el gesto de confianza. Se supone, en fin, que la sinceridad es ornato de almas bellas y que sería necio por nuestra parte objetarla.
Durante largos siglos, del hombre se esperaba no que fuera sincero sino que fuera virtuoso y que, educando su naturaleza, alcanzara una excelencia moral que los demás pudieran aprovechar, admirar y emular. En determinado momento del siglo XVIII, ese mismo hombre decide que su yo verdadero, su yo más auténtico y real, reside en sus inclinaciones naturales, en su modo espontáneo de sentir, pensar, actuar, y que su único deber es el deber "de ser uno mismo". Las reglas morales que supongan contradicción o superación de la propia naturaleza o aquellas otras que vengan impuestas por la sociedad para reglamentar la vida en común -y que siempre disciplinan en algún grado la esfera de la vida- son impugnadas ahora en su totalidad como formas odiosas de alienación del auténtico yo. El sacrificio, la renuncia, la autoexigencia o el duro trabajo de perfeccionamiento sobre la indócil naturaleza humana son arrumbados como muebles viejos y en su lugar se alza el nuevo ideal de la autenticidad, atento sólo a los caprichos del corazón y a sus delicadas intermitencias; la inhibición de las pasiones, la contención de los instintos, la represión de las pulsiones destructivas o el respeto de las convenciones son motejados de hipocresía, corrupción, disimulo y máscara. No mejorar la naturaleza sino permitir que siga libremente su curso, así en lo positivo como en lo negativo. Como dijo Goethe de forma inquietante, "quiero ser bueno y malo como la Naturaleza". Nada de ser virtuosos, basta con ser sinceros y tener el coraje de reconocer con franqueza lo que hay en nosotros de perverso (que es tan nuestro y tan real como lo excelente) y después decir y decirse con orgullo, incluso con insolencia: "Yo soy así".
Leamos al primer gran sincero de la modernidad. En sus Confesiones Rousseau declara que con él Dios rompió el molde: es distinto de los demás, sin parecido con nadie, y para dar a conocer esa singularidad andante que es él ha querido desnudar su corazón practicando "la sinceridad hasta la imprudencia, hasta el desinterés más increíble" en un libro en el cual, añade, "dije lo bueno y lo malo con igual franqueza. Me he mostrado cual fui; despreciable y vil cuando lo he sido, bueno, generoso y sublime cuando lo he sido". Es imposible de exagerar la influencia que esta "afectación de sinceridad" rousseauniana tuvo en la educación sentimental de la posteridad europea. La cultura consiste en crear mediaciones con la realidad: podríamos ir desnudos pero vestimos algunas zonas de nuestro cuerpo; podríamos comer con las manos pero usamos cuchillo y tenedor; podríamos gritar al prójimo la opinión que tenemos de él o de sus acciones pero callamos por un sentido básico de cortesía. Esta segunda naturaleza que son las mediaciones reales y simbólicas de la cultura quedó arrasada como tierra quemada cuando la gran plaga de la sinceridad moderna -que desprecia los frenos de las mediaciones-, desde unos inicios minoritarios y más o menos tolerables, se extendió como una maldición a la generalidad de la gente, y ahora estamos en esa situación desdichada en la que el que más o el que menos -y no exactamente Goethe o Rousseau- te endilga a las primeras de cambio su fastidiosa opinión añadiendo desafiante la apostilla de que no tiene ningún problema en hacerlo "a la cara", porque es "su verdad", en la inteligencia seguramente de que su verdad no vale menos que la del rey Salomón y de que esa fabulosa exhibición de transparencia purifica al punto cualquier posible error de juicio.
Antes de que la sinceridad se pudiera de moda ya Molière había ridiculizado sus excesos en El misántropo. Alcestes es un energúmeno que se niega a elogiar con algunas pocas palabras de compromiso los vulgares versos de Oronte, infantilmente complacido de su composición poética, porque "quiero que se sea sincero y que, como hombre de honor, no se diga una palabra que no salga del corazón". Su ruda inflexibilidad le gana el desdén de su enamorada, el alejamiento de los amigos y el repudio de la sociedad, y al final el misántropo se retira a su castillo a odiar al género humano. En el drama la voz de la cultura se expresa por boca de Filinto, quien pide a los hombres un poco de "virtud sociable". Estoy de acuerdo con él, y hoy más que nunca: se necesitan esas balsámicas hipocresías, esas pequeñas claudicaciones, esas piadosas insinceridades que hacen la vida amable porque crean la ilusión de una mutua benevolencia.
Yo antes quiero la filantropía del mentiroso que la misantropía del sincero. Cuando en lo sucesivo algún antipático se me aproxime amagando un "mira, Javier, yo sinceramente...", le atajaré en seco con un "¡alto ahí!" y le diré: "La verdad es que... prefiero que me mientas".
El País
Comentarios