La poesía de José Ángel Valente dice lo que piensa su autor, pero no quién la escribe; no al menos de un modo directo; lo cual, por otra parte, resulta lógico en alguien que sostenía que "la función del arte es llevar el caos al orden"; que hizo suya la divisa de Paul Celan, "palabra, linde de lo oscuro"; que coincidía con René Char en que "un poeta debe dejar indicios de su paso, no pruebas", y que estaba de acuerdo con Wittgenstein en que "lo inexpresable es el fondo sobre el que cuanto se expresa adquiere significado". Las cuatro ideas están apuntadas en este Diario anónimo que reúne las notas que Valente tomó entre 1959 y 2000 en una serie de cuadernos que ahora, editados por Andrés Sánchez Robayna, quien también se ocupó de los dos tomos de sus Obras completas en Galaxia Gutenberg, arman una auténtica autobiografía intelectual del creador de Mandorla y Tres lecciones de tinieblas en la que unas veces es él quien teoriza sobre la función de la literatura, los peligros de la política o la trivialidad, hipocresía y oportunismo de los seres humanos, y otras deja que sean los demás quienes digan lo que él piensa. En ese sentido, Valente aparece como un hombre culto, apasionado e infatigable, que lee sin descanso y en tres idiomas, español, francés e inglés, toda clase de textos; que no cesa en su búsqueda del sentido de nuestra existencia y de la escritura, y que parece condenado a la infelicidad por su continuo rastreo de la perfección. La ironía que formaba parte de su naturaleza, evidente para todos los que lo conocimos, no aparece casi por ningún lado en esta colección de observaciones, lo cual demuestra que en su trabajo no admitía bromas, y si sus famosas afinidades y antipatías, a veces violentas, no van a sorprender a nadie que conozca su trayectoria, sí lo harán una serie de confidencias que lo delatan como una persona mucho más emotiva y hasta romántica de lo que su imagen pública hacía ver, por mucho que sus últimos títulos, Al dios del lugar, No amanece el cantor y, sobre todo, Fragmentos de un libro futuro, tuvieran un notable tono de confesión y de despedida. Diario anónimo recuerda una y otra vez la forma en que la muerte de su hijo, a causa de una sobredosis, le condenó a vivir arañando las heladas paredes de su ausencia, como él dice, desde el mismo momento en que lo alcanzó la noticia fatal: "3 de septiembre de 1989. El 28 de junio murió Antonio. Yo llegué a Ginebra, desde Almería, en coche, el 30. Antonio fue incinerado el lunes 3, a las 2 de la tarde. El 4 de julio por la noche me trasladaron de urgencia al Hospital Cantonal. En las primerísimas horas del día 5, tuve un infarto". Sufrió otro en 1993, y si el anterior había estado marcado por la tragedia éste lo estuvo por la gratitud hacia su mujer, a quien quería con una intensidad que ya conocíamos por un poema de Fragmentos de un libro futuro -"Al norte / de la línea de sombras / donde todo hace agua, rompientes / en que el mar océano / se engendra o se termina, / y el naufragio inminente todavía / no se ha consumado, ciegamente / te amo"- que aquí cuenta haber hecho "después del infarto y antes de la operación, en la Clínica de Genolier", y que tras la lectura de estas páginas queda aún más clara: "Estoy en París. (...) Coral vino de Ginebra para reunirse conmigo ese fin de semana. (...) Cena en la Closerie del Lilas. Domingo noche: todos se han ido. Amé a Coral como si no la hubiera tenido nunca. (...) Su sonrisa, su cuerpo, la proximidad de su boca (...) disuelven los fantasmas. Coral, si alguna vez lees esta página, cuando yo ya no esté, sabe que te quiero". Si escribes un diario, las paredes de tu casa se vuelven de cristal.
Entre las afinidades de Valente, aquellos maestros que le servían de faro, están Baudelaire y Eliot; Coleridge, del que tenía subrayada en rojo la frase "nunca busques el negocio con la literatura", o Robert Browning, del que recoge en este Diario anónimo estos versos: "El arte es la única manera posible / de decir la verdad, / al menos para bocas como la mía". Entre los más o menos contemporáneos, se refiere de manera muy especial a Edmond Jabés, al ya citado René Char, a Luis Cernuda, cuya tumba fue a visitar en México y al que dedicó un poema escrito esa misma tarde, al regresar a su hotel; o a Max Frisch, y en menor medida a Borges e Yves Bonnefoy. Entre los colegas que le disgustaban, encontramos a Neruda, cuya poesía califica de "adiposa"; a José Hierro, Gabriel Celaya y, entre otros, al ruso Eugeni Evtushenko, un "mediocre" compositor de "versos retóricos, huecos", que además empeora al recitarlos "con gestos de actor barato", y a Leopoldo María Panero, a quien llama "difunto cómico" tras leer un artículo suyo en el que se apoyaba en Derrida para afirmar que "todo poema corre el riesgo de carecer de sentido", a lo que él, jugando a la contra, responde que en su caso el problema es que "todo sentido corre el riesgo de carecer de poema". A todos ellos los acusa de insustanciales, un delito que no podía tolerar quien sostiene en este Diario anónimo que "no estamos en la superficie más que para hacer una inspiración profunda que nos permita regresar al fondo. Nostalgia de las branquias". Como es lógico, a la hora de valorar las muchas lecturas que hace a lo largo de las cuatro décadas que abarca el Diario anónimo, también deja claras sus preferencias: "Jorge Edwards, Adiós, poeta... (título ya en sí un poco ridículo). Leo esta autobiografía, fundamentalmente apoyada en la presencia invasora de Neruda, al mismo tiempo que el libro de Reinaldo Arenas Antes que anochezca. Qué diferencia. El de Edwards no rebasa el modesto nivel del testimonio -más bien un poco exterior o superficial- (...) y el chileno queda pálido ante la terrible realidad vivida que con tan insólita intensidad transmite el cubano".
Pero Valente no vivió aislado y también tuvo una vida literaria. En sus anotaciones, registra diferentes encuentros con Borges en Buenos Aires; con Neruda, a quien nota "cordial y próximo" cuando lo ve en Eslovenia o en Italia, en el festival de Spoleto, sorprendiéndose de que aquel poeta "efusivo y sobreabundante" sea en la distancia corta un hombre "que se retiene al hablar, calcula lo que dice y cómo lo dice"; o con otro de sus ídolos, José Lezama Lima, al que conoce en La Habana a la vez que a Virgilio Piñera, Roberto Fernández Retamar o Heberto Padilla, y del que admiraba su "don de la abundancia justa".
Otro aspecto interesantísimo de este Diario anónimo es el modo en que representa la evolución ideológica de Valente desde la izquierda, donde estuvo, al menos como compañero de viaje, hasta su distanciamiento global de la política: si en 1962 denuncia que "el anticomunismo pasional de los norteamericanos (creado y fomentado desde arriba) se ha convertido en un sentimiento tan irracional como el antisemitismo de la Alemania hitleriana", en 1965 ya reclama "romper el tabú de la izquierda" y "no considerar que cualquier crítica al Partido supone favorecer activamente al Régimen". Al año siguiente, pasó por los calabozos de la Puerta del Sol: "Viernes 11, a las 10 de la mañana (después de haber pasado la noche en los locales de la Brigada Social)". Un policía le grita: "¡Todos sus amigos son comunistas!". Y él responde: "No señor, en esa lista que ustedes me han quitado (una lista de personas que he visto en Barcelona) hay conocidos católicos (cito ejemplos)". Y el otro replica: "¡Ser católico ya no es una garantía!". Diez años más tarde, a finales de 1979, para dejar claro lo que piensa de las relaciones entre "el escritor y la órbita de lo político", recuerda, aunque sin citar al autor, un aforismo del filósofo calvinista belga Arnold Geulincx que solía repetir Samuel Beckett: "Ubi nihil vales, ibi nihil voles. (Donde nada vales, nada quieras)". Y, un poco más adelante, reproduce a modo de conclusión unas palabras de Arthur Miller: "Los intelectuales son los primeros que llaman al cambio social y los últimos en aceptarlo". No podemos decir que esos cambios no sean coherentes con su certeza de que "el poema es una implosión, una explosión hacia adentro", que expresa a menudo en este Diario anónimo, apoyándose, por ejemplo, en Marcel Schwob: "El arte es lo contrario de las ideas generales, sólo describe lo individual, no busca más que lo único. No clasifica, desclasifica".
Valente fue adentrándose en una poesía que lograra una especie de misticismo abstracto, persuadido de que la música, la pintura y la poesía son "un espacio único donde se reúnen lo visible y lo invisible"; y en ese territorio escribió obras admirables, hasta que lo detuvo la enfermedad, que reaparece en una de las últimas anotaciones, de septiembre de 1998, en la que certifica que le han detectado un cáncer. El día 11 de ese mismo mes, escribe este poema: "Me cruzas, muerte, con tu enorme manto / de enredaderas amarillas. / Me miras fijamente. / Desde antiguo / me conoces y yo a ti. / Lenta, muy lenta, muerte, en la belleza / tan lenta del otoño. / Si esta fuese la hora / dame la mano, muerte, para entrar conmigo / en el dorado reino de las sombras". Y después de eso no hay nada más que cuatro breves anotaciones. Murió en Ginebra, en el año 2000, con 71 años recién cumplidos. Este Diario anónimo lo convierte en un hombre mucho más reconocible de lo que fue mientras estaba aquí para no tener que publicarlo.
El País
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