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Lo que Steve Jobs hizo por mí

No entiendo mucho de informática. Lo justo para sobrevivir en el mundo de hoy sin llamar cada quince minutos a esos sufridos amigos informáticos que todos tenemos. Los ordenadores con los que trabajo son funcionales, sencillos, siempre rozando despreocupadamente lo obsoleto. No sé la velocidad de mi adsl y, la verdad, tampoco me preocupa. No tengo iPad, ni tablet de ningún tipo, porque aún no me he creado las necesidades que cubren esos interesantes aparatitos, pero sé que sólo es cuestión de tiempo. Ahora que uno de cada tres españoles tiene un smartphone es cuando yo me he visto abocado a ese peldaño de la evolución. Soy de esos ciudadanos que, mientras las herramientas de las que disponen funcionen con cierta corrección, no encuentran motivos para subirse al carro de los constantes avances tecnológicos.

Lo que sí hago es escuchar música. Mucha, más de lo razonable, quizá, pero es mi pasión. Soy hijo de la generación del casete, nacido en la transición cuando aún no existía el CD, y el vinilo no era un objeto de coleccionistas y audiófilos, sino el principal soporte para escuchar música. Me pasé al CD a primeros de los 90, con la promesa de sonido inmaculado e inquebrantable fiabilidad, aunque aún tardé un tiempo en jubilar los casetes y elepés que había reunido durante mi adolescencia.

En todo ese tiempo tuve unos cuantos walkmans, desde el clásico ladrillo diseñado a primeros de los 80 a base de colores chillones, a las estilizadas formas de los intentos de la industria por convertir el walkman en algo cada vez más pequeño y manejable. Después llegaron los reproductores de CD portátiles o ‘discman’, la herramienta básica del musiquero trashumante hasta principios del siglo XXI. Pasé de los ortopédicos cascos unidos por una tira de metal curvada a los discretos auriculares de botón, de buscar la mayor estabilidad posible para mi CD portátil a disfrutar de las bonanzas del “anti-shock”. Mis bolsillos y mis maletas siempre fueron hasta arriba de CDs esperando su turno para ser reproducidos. Y así durante años.

En todo ese tiempo, Apple no era más que otra compañía tecnológica para mí. Aparentemente más cool, más de connoisseur, pero con poco que ofrecer para un ciudadano como yo. Por otro lado, la mayor parte de estudios de grabación a mi alrededor iban haciendo su conversión tecnológica a partir de enormes y cada vez más potentes ordenadores Macintosh, que parecía la marca adecuada cuando la cosa iba sobre música. Pero, en honor a la verdad, el porcentaje de usuarios de Apple en España era ínfimo. Hasta que llegó el iPod.

No fue el primer reproductor digital de música con disco duro, pero sí el que cuajó y sentó las bases de almacenamiento, portabilidad y diseño. Diez años después de su primera versión, sigue siendo el referente y la cabecera más competente del mercado, aunque últimamente se haya visto desplazado por mutaciones propias como el iPhone y el iPad. Pero yo de esto entiendo poco, lo mío es la música.

El iPod ha hecho mucho por los amantes de la música. La imparable evolución tecnológica nos ha llevado a un callejón oscuro en cuanto a calidad de sonido; tanto, que la compresión y algunas características acústicas de la reproducción digital han infectado las técnicas de grabación, haciendo que muchos discos suenen mal recién salidos de fábrica. Incluso, algunos productores utilizan parámetros de grabación basados en a la premisa de que gran parte de los usuarios consumirá esa música en un degradado e inerte soporte digital.

Cuando el mp3 revolucionó violentamente el almacenamiento musical, asistimos a un proceso de evolución-involución: increíble comodidad a cambio de pérdida en la calidad de audio. Esto ya había ocurrido con la llegada del CD, con dos grandes diferencias: la primera, que el mercado convenció a casi todo el mundo de que el CD sonaba mejor; la segunda, que la brecha de calidad entre un formato y otro era mucho menor (brecha existente, en gran medida, porque la tecnología del CD y de la grabación digital aún estaba desarrollándose). Para cuando llegó el mp3, el salvaje uso de la compresión y la ausencia de rango dinámico ya había conseguido que gran parte de los CDs comercializados sonasen bastante mal, así que esa involución resultó tolerable y tolerada, con el compromiso de disfrutar de las comodidades del mp3.

Gente como yo, y como tantos otros, quedamos a merced de un formato que no cubría nuestros mínimos y que tampoco estaba interesado en contentar a minorías o maniáticos. El iPod fue nuestra salvación. Como hasta entonces, Apple se había preocupado de que –aparte de todas las prestaciones y comodidad de un dispositivo portátil muy sencillo y bien diseñado– el iPod, además, sonase bien. No sé por qué, ni cómo lo hicieron, pero suena bien o, al menos, todo lo bien que pueden sonar un puñado de bits. Será cuestión del formato AAC, de algún tipo de codificación o qué se yo. Lo mío es la música.

Escucho música varias horas al día, en vinilo y en CD. No me considero un audiófilo, pero intento exprimir todas las posibilidades acústicas de una grabación sin gastarme un pastón en equipos millonarios. No es tan caro, ni tan complicado, escuchar música en condiciones (el iPod está sustituyendo también los equipos doméstico, lo que no encuentro tan positivo, pero ese es otro tema). Tuve mi primer iPod en 2005 y, desde entonces, no recuerdo un solo día que no lleve uno encima. Jamás he viajado sin él y me enorgullezco de ser uno de esos zombies que colorean de forma privada y vía auricular sus viajes en metro y sus salas de espera.

El iPod, la posibilidad de llevar en tu bolsillo cientos de discos que adoras y, especialmente, que suenen razonablemente bien, cambió mi vida. Para bien. Eso es lo que Steve Jobs hizo por mí.

El País

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