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Una edad de plata

Estaba visitando la sala dedicada a la prehistoria en el Museo de Navarra y su directora me hizo una señal para que me fijara en algo, en una vitrina en la que lo único que yo había distinguido sin mucho interés eran varios fragmentos de huesos humanos, entre ellos una mandíbula. Las personas que saben nos enseñan a ver lo que tenemos delante de los ojos. La mandíbula, el fragmento de cráneo, el fémur humano, tenían algo en común: puntas incrustadas de flechas. Al cabo de los milenios esas puntas agudas y filosas habían acabado adquiriendo una unidad orgánica con el hueso en el que estaban clavadas, como vértebras o como dientes en una quijada, pero al mirarlas de cerca y con más detalle no había modo de evitar el escalofrío de un intacto rayo de dolor, de la crueldad inaudita y certera con que la flecha lanzada a toda velocidad se clavaría en la carne desgarrándola y luego en el hueso.

A Ötzi, aquel viajero neolítico que apareció momificado en un glaciar de los Alpes, no costaba nada imaginárselo en vida como un cazador errante por los bosques primitivos de Europa, un último mohicano romántico con su arco y su carcaj de flechas, diestro en los saberes necesarios para encender fuego y para procurarse un calzado aislante de piel forrado de paja, incluso provisto de una pequeña ración de hongos medicinales o alucinógenos. En un camino entre las montañas lo habría sorprendido una tormenta de nieve. Gracias al azar de una inmediata congelación su cuerpo se había preservado incorrupto como un testimonio de esos pasados remotos en los que casi instintivamente situamos alguna forma de paraíso terrenal, de paraíso perdido.

La primera señal de alarma la dio una radiografía: en el interior del hombro del viajero milenario había una punta de flecha. Tenía cortes de heridas no cicatrizadas en las manos, y heridas en la cabeza y en el pecho. Había sangre de dos personas distintas en las flechas de su carcaj; y de una tercera persona en su cuchillo, y de una cuarta en su manto. De modo que no había muerto a solas en un alud de nieve, sino probablemente en una emboscada en la que se había defendido con fiereza antes de sucumbir.

Me entero de estos detalles en el último libro de Steven Pinker, The Better Angels of Our Nature, que acaba de publicarse en EE UU. Steven Pinker es profesor de psicología en Harvard y uno de los grandes escritores de ahora mismo. Quien crea todavía que la mejor prosa literaria se encuentra en la ficción no tiene más que ponerse a leer algunas de sus obras mayores, casi todas ellas creo que traducidas al español: The Language Instinct, How the Mind Works, The Blank Slate. Pinker escribe con un rigor intelectual máximo y con una apasionada claridad de estilo, quizás dos cualidades simultáneas.

Hacía falta coraje, en los años noventa, para llevar la contraria a todas las modas tiránicas del posestructuralismo y el relativismo para argumentar que los rasgos del comportamiento humano no son exclusivamente el resultado de convenciones culturales, o cultural constructs, en la jerga repelente de entonces. La mente humana no es esa "pizarra en blanco" en la que puede inscribirse cualquier sistema de valores o código de conducta, incluidos la orientación sexual, el instinto maternal, la propensión masculina a la violencia, etcétera. Desde luego que no estamos determinados absolutamente por nuestra herencia genética: pero que existe una naturaleza humana es tan indudable como que la educación, la cultura, el medio, la modelan, igual que son modelados por ella.

Ahora vuelve Pinker con un tomo aún más formidable que vuelve a llevar la contra a las ideas aceptadas, y lo hace con más agudeza y mejor estilo, y más erudición que nunca. La muerte violenta de Ötzi es un indicio de algo que a casi nadie, en principio, le parecerá verosímil: nuestra época es la menos violenta en toda la historia y la prehistoria humanas. Herederos de Rousseau, de las leyendas antiguas sobre la Edad de Oro, damos por supuesto que nuestro tiempo es el más corrupto, el más cruel, y que la civilización y el desarrollo tecnológico han significado sobre todo la multiplicación industrial de la carnicería. Cualquier comunidad de cazadores primitivos se nos aparece como habitando un edén del que nosotros fuimos expulsados, y de cuya ruina nosotros mismos somos responsables. Hasta nos cuidamos de usar palabras como civilización o primitivo.

Y sin embargo los datos van contando una historia muy distinta, con más detalle según los instrumentos arqueológicos se vuelven más refinados. En torno al 15% de los restos humanos exhumados en yacimientos prehistóricos muestran indicios de una muerte violenta: es el mismo porcentaje que en las sociedades cazadoras y recolectoras contemporáneas. Rousseau nos acostumbró a suponer que el Estado y las ciudades arruinan la felicidad y la igualdad de los seres humanos. Pero en las primeras sociedades en las que se impuso una autoridad central las muertes violentas se reducen al 3%. El Estado más cruel sometido a una autoridad central es el México azteca: con todos sus sacrificios humanos, el porcentaje de ejecuciones no supera el 5%. Y el índice de asesinatos en las comunidades Inuit iguala al de los barrios más peligrosos de Detroit.

A pesar de Hitler, de Mao, de Stalin, de la bomba atómica, de las dos guerras mundiales, en términos numéricos el siglo XX es el menos cruel que ha conocido la especie humana. Y también el que ha experimentado, después de 1945, una expansión más rápida de los derechos humanos, en el sentido universal y también en el más preciso de respeto a las minorías. Quién que ronde ahora los cincuenta años puede olvidar cómo se trataba a los discapacitados físicos o mentales cuando éramos niños, qué lugar tenían las mujeres o los homosexuales, con qué naturalidad era aceptada la violencia contra los débiles.

Pinker no es un iluso, ni un risueño optimista: el horror sigue existiendo, pero el escándalo que nos provoca no es indicio de que sea más frecuente que en otras épocas, sino de que ahora somos mucho más sensibles a él. La democracia liberal, el comercio, la presencia de las mujeres, la literatura, son antídotos seguros contra la violencia: no se mata ni se persigue a quien se le quiere vender o cambiar algo; cuanta mayor presencia tienen las mujeres en una comunidad menos espacio queda para la agresividad hormonal masculina; cuanto más sabemos de las vidas de otros gracias a los libros más inclinados estaremos a reconocerles una plena humanidad idéntica a la nuestra. En nuestro equipaje evolutivo, está la propensión a la violencia, pero también a la cooperación, y depende de las circunstancias y de los valores culturales que elijamos uno u otro camino. Nunca hubo una Edad de Oro, pero a nosotros nos ha tocado vivir algo parecido a una edad de plata, y no hay proyecto político más noble que hacerla duradera y sólida, que hacerla universal.

Steven Pinker: The Better Angels of Our Nature. Why Violence Has Declined (Penguin, 2011. 832 páginas). El instinto del lenguaje (Alianza); Cómo funciona la mente (Destino); La tabla rasa (Paidós); El mundo de las palabras (Paidós). stevenpinker.com. antoniomuñozmolina.es

El País

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