Su última novela, aún inédita y titulada La noche de los enamorados, se detiene en un episodio clave de su vida: su estancia en la cárcel de Torrero entre 1994 y 1995. Romeo fue condenado entonces por insumisión a 26 meses de prisión. La mayoría los cumplió en tercer grado, tras un juicio por negarse a hacer el servicio militar y el servicio social sustitutorio. El libro parte del retrato del que fuera su compañero de celda, Santiago Dulong (nieto del alcalde Zaragoza durante la República y acusado del homicidio de una mujer), para ofrecer una reflexión íntima sobre su propia experiencia allí dentro.
Era una historia que le perseguía desde hace años, como le persiguió la de su anterior novela, Amarillo (Plot, 2008), con la que puso final a la dolorosa amargura que le causó el suicidio, a principios de los años noventa, de su amigo y compañero de piso en Barcelona, el escritor Chusé Izuel. Le costó años superar aquel episodio. Una muerte que le trajo sensaciones como la ausencia, la culpabilidad, y una impotencia que su extrema vitalidad le impedía digerir.
Romeo era amigo exagerado de sus amigos. "Su interés no era solo por las ideas, también era por las personas", recuerda el editor Miguel Aguilar. "Siempre era estimulante estar a su lado. Le interesaban desde el último poeta bielorruso a la última corriente de pensamiento abstracto". Arrastrados por su voz de trueno y su inmenso cuerpo, los suyos se dejaban llevar por una energía que no parecía de este mundo. "Era una fuerza de la naturaleza", afirma Ignacio Martínez de Pisón, quien recuerda el impacto que le causó conocer a un chico ocho años más joven que él pero de una pasmosa precocidad intelectual. "Tenía 17 años y ya empezaba a hacer crítica literaria. Me llamó la atención que alguien tan joven estuviera tan formado. Lo había leído todo. Sabía más que cualquiera". Su sed de conocimiento le hizo vivir muy deprisa. "Leía sin parar y dormía muy poco. Tenía una energía que te movilizaba, que ponía a los demás en tensión intelectual".
"Nos impulsó y nos ayudó", afirma David Trueba. "Siempre leyó mis libros y guiones antes de publicarlos porque su opinión era importante. Sus conceptos del arte, del cine, de la literatura, le convertían en una referencia. Es una pieza fundamental de nuestra generación y con un mérito añadido: siempre desde Zaragoza, manteniendo allí un núcleo duro que convirtió la ciudad en un epicentro cultural".
Quizá por eso la noticia de su muerte recordó a algunos la conmoción que causó en 2008 la desaparición de otro referente generacional, el escritor barcelonés Francisco Casavella.
Como recuerda su agente, Mónica Martín, Romeo tenía energía de sobra para todo tipo de autores: "Él era una rareza: hizo escritores a Cristina Grande, Ismael Grasa, Eva Puyo o Paloma y Daniel Gascón... ¡incluso consiguió que Labordeta escribiera! Empujaba a todos a perseguir sus sueños. Y mientras hacía escribir a los demás él se volvía más tímido y exigente consigo mismo".
Ese rigor, su enorme autocrítica y perfeccionismo, hacían de él un hombre tocado por la melancolía. Había debutado en 1996 con Dibujos animados, un libro lleno de referencias generacionales (Correcaminos y el Coyote, tigretones, phoskitos, Uri Geller y Sergio y Estíbaliz) que le colocó con fuerza en el panorama de la nueva narrativa española. Siguió con Discotheque y, finamente, Amarillo, "un libro perfecto" para Trueba.
Entre uno y otro dirigió el programa cultural de La 2 La mandrágora y escribió decenas de artículos en los que brillaron sus dotes de ensayista y polemista. Y entre uno y otro, también, sentó a su lado durante noches y tardes impagables a decenas de amigos y escritores (Marcos Giralt Torrente, Nicolás Casariego, Malcolm Otero Barral...) que encontraban en su honestidad a la aragonesa un refugio para sus inquietudes.
Esos mismos amigos recordaban ayer las barricadas de libros que impedían el paso a sus casas o cómo le acompañaron durante muchas noches a las puertas de la cárcel. "Íbamos a cenar y luego le acercábamos a Torrero. Él se quedaba allí mientras nosotros seguíamos de copas", evoca con tristeza su compatriota Luis Alegre, una de las personas que le acompañó con un libro en la mano que ya no recuerda el primer día en que ingresó en prisión.
La historia de aquel joven erudito e insumiso impactó a Fernando Trueba. Cuando en 1996 le pidieron participar en la película colectiva sobre el nacimiento del cine Lumière y compañía junto a David Lynch, Spike Lee, Wim Wenders y Michael Haneke, entre otros, eligió la salida de Romeo de la cárcel como una nueva imagen fundacional. Su rostro, su inmensa ternura, le bastaron para resumir la emoción de un torrente que nacía para no morir jamás.
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