El amor no existe. O mejor dicho, la persona amada no existe. Existe eso que construimos a partir de un detalle físico, un tono de voz, un perfume, sobre todo a partir de un indistinto deseo. Un día nos sorprende no hallar a nuestro lado ese supuesto ser amado, y a partir de nuevos detalles volvemos a crear (aunque a veces somos incapaces de crear) un nuevo objeto del deseo. El amor es un acto de creación continuo.
Por lo general, el ser imaginado por nuestro deseo y el ser de carne y hueso mayormente coinciden. A veces, sin embargo, no, y el deseo inventa para satisfacerse personajes y argumentos irreales que desbordan de la pasión y se contaminan de pesadilla. Como punto de partida, basta un detalle, la boca, por ejemplo, "la boca en tensión, una boca que enseguida va a ser besada, que se relajará y se inflamará ardiente, porque unos labios se posarán sobre esos labios, al principio sólo rozándolos, apenas tocándolos, aunque después la lengua esbozará su contorno todo alrededor mientras estos se esforzarán en no sonreír porque enseguida se oirá un gemido" que se convertirá, para el protagonista de Delirio, en un eco oído en el tiempo, ese tiempo que "es como la celda circular de una cárcel". Para el amante, los límites de lo que deseamos y de lo que tememos coinciden, porque la agonía amorosa supone la imaginación del infortunio (del desamor, la indiferencia, la infidelidad) sin requerir más pruebas que un quizás. "El amor es fuerte como la muerte, implacables como el infierno los celos", explica el autor del Cantar de los cantares, citado por David Grossman en el epílogo a su novela.
Grossman es uno de los más grandes novelistas de nuestra época, capaz de convertir en universal historias mínimas y de dar vigencia local a grandes temas ancestrales. La que es quizás la más famosa de sus novelas, Véase: amor (1992) podría servir de título a casi toda su obra, porque, según Grossman, es sólo a través de la concepción amorosa, a través de un esfuerzo de apasionada creación imaginativa, que podemos saber quiénes somos, dando cuerpo y alma a quienes nos rodean, a quienes amamos y odiamos, identificándolos, interpelándolos, armándolos a partir de piezas sueltas, dando vida a una realidad cierta o falsa.
El tema de Delirio son los celos, es decir, el infierno, es decir, la construcción del sufrimiento, es decir, la creación literaria. Cuando Shaul, el marido apasionado, se interroga sobre las acciones de su mujer, Elisheva, que dice ausentarse todas las tardes para (según dice ella) ir a nadar, e imagina que el pelo mojado con el que regresa, y las palabras cariñosas no son sino mentiras para ocultar su traición con otro hombre, Shaul usurpa la prerrogativa del autor, la de inventar historias que resulten más verdaderas que la verdad. Para esos encuentros imaginados (y que para él son ya fehacientes), Shaul crea detalles escabrosos y ardientes, sutilezas psicológicas, itinerarios audaces y posibles. Preso en su propio relato, Shaul comprueba, como todo autor de ficción talentoso, que la realidad le ofrece pruebas para su delirio: aparentes coincidencias, presagios, indiscreciones. El "quizás" inicial se desvanece: los temores y dudas se convierten en certezas. El infierno es ahora real.
La ciencia define un fenómeno de contagio psíquico que llama folie à deux: la locura de Shaul alcanza y encierra a su cuñada, la abúlica Esti, mujer de su hermano Mija, quien acepta conducirlo a desenmascarar a los supuestos infieles. "Cuéntamelo todo, Shaul", le dice, y desde el asiento trasero del automóvil que ella conduce, Shaul, sufriendo de una pierna misteriosamente maltrecha, elabora para su cuñada una suerte de crónica de la infidelidad supuesta, que Esti va alimentando con sus preguntas como una niña ávida de conocer los nuevos episodios de un cuento de hadas, de llegar al final que, esta vez, no debe ser feliz. Ese final nunca llega: la historia se interrumpe antes de que Shaul y Esti encuentren a los anunciados adúlteros. Como en la ficción literaria, en la ficción amorosa la resolución no importa. Existe mientras se está creando, para luego recrearse infinitamente en el recuerdo.
"Los celos", concluye Grossman, "nos llevan a crear, con todo el poder de nuestra imaginación y de nuestro deseo, un paraíso del que nosotros mismos nos vamos a desterrar". Habiendo imaginado ese paraíso amoroso, y sabiendo que no lo merecemos, hemos imaginado un infierno para poder decir que, aunque no para nosotros, el amor sí existe.
El País
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