Una de ellas es una tarjeta postal que Nietzsche (en la imagen, Carmen, una obra del mexicano Alberto Gironella, en la que aparece el pensador alemán) dirigió desde Sils Maria a Overbeck en septiembre de 1881, y que resulta particularmente demoledora. Al final, y como si sus males le causaran un pudor invencible, le dice ¡¡en latín!! que ya no puede callar más: "Estoy lleno de desesperación. El dolor corroe la vida y la voluntad. ¡Qué meses, qué verano acabo de pasar! Mi cuerpo sufrió tantas torturas como cambios hubo en el firmamento. En cada nube se esconde una especie de relámpago que, de repente, me agarra con sus manos, deseando acabar conmigo, infeliz de mí. En cinco ocasiones imploré, como médico, la muerte, esperando que el día de ayer fuera el último —esperé en vano. ¿Dónde se encuentra, en este valle terrenal, el cielo de la eterna serenidad, mi cielo?" (la traducción es de Ramón Hervás, y está tomada de la biografía de Nietzsche que escribió Ross y editó Paidós en 1994).
Es realmente asombroso conocer de cerca los inaguantables sufrimientos que padecía Nietzsche cuando al mismo tiempo, en el libro que escribía por entonces, La gaya ciencia, se ocupaba de defender lo que llama la gran salud, imprescindible para los desafíos del nuevo tipo de hombre que imagina, alguien más allá del bien y del mal. "Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los difíciles de entender", decía en aquel libro, "nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía, necesitamos, para una finalidad nueva, también un medio nuevo, a saber, una salud nueva, una salud más vigorosa, más avispada, más tenaz, más temeraria, más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud”. Y subrayaba después que se trataba de “una salud que no sólo se posea, sino que además se conquiste y se tenga que conquistar continuamente, pues una y otra vez se la entrega, se la tiene que entregar”. Estaba hablando de algo distinto: “un espíritu que juega ingenuamente, es decir, sin quererlo y por una plenitud y potencialidad exuberantes, con todo lo que hasta ahora fue llamado santo, bueno, intocable, divino".
Nietzsche no llegó a partir nunca rumbo a México, ni buscó allí ese cielo de "la eterna serenidad" que acabara con sus dolores. En sus obras hay pocas noticias de sus quebrantos, y anda persiguiendo siempre la alegría. En sus cartas, dirigidas a los más próximos, aparece el hombre roto, medio ciego, harto de sufrir y sufrir: no dejen de buscarlas en la Feria del Libro para llegar así a la intimidad del filósofo. Su amigo Köselitz, que a veces había estallado contra sus exigencias, le contó a su novia de "la gran soledad en la que había quedado este pobre hombre ciego y sublime, tras haber sido abandonado por todos sus amigos que no toleraban la libertad de pensamiento". Así era Nietzsche, el pensador más entrañable, el más próximo, el más humano.
el rincon del distraidoJosé Andrés Rojo
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