No era fácil escribir una biografía de Hawking, pues tanto su vida
—marcada por una esclerosis paralizante que debería haberlo matado hace
50 años— como su obra, la física teórica de los agujeros negros, son
narrativas espinosas, singulares y plagadas de trampas para biógrafos.
Pero Kitty Ferguson (San Antonio, Texas, 1941) ha sido capaz de
transitar por ambos jardines y no solo ha salido ilesa, sino que ha
penetrado hasta el fondo de las cuestiones y ha producido un libro
admirable, en cierto sentido tan extraordinario como el personaje al que
retrata. Y justo por eso tan real como él. Pese a que Hawking sigue
vivo, Ferguson ha escrito probablemente algo muy parecido a su biografía
definitiva.
La autora ha frecuentado al científico durante 10 años, los dos
conectaron muy bien desde el primer momento y han mantenido exhaustivas
conversaciones sobre política, economía, sociedad y todas las demás
secciones del periódico. Ferguson no solo ha entendido a fondo los
pensamientos y los sentimientos del físico, sino que también ha captado a
la perfección su puntiagudo sentido del humor, sin el que el personaje
resultaría irreconocible. Resulta llamativo que la autora no sea física,
médica ni periodista, sino música profesional. Su talento para explicar
los conceptos más abstrusos de la física teórica le resultará obvio al
lector, y fue el propio Hawking quien lo reconoció en ella. No se puede
contar con más avales.
Hawking nació el 8 de enero de 1942 (día del 300º aniversario de la
muerte de Galileo) en una de esas familias inglesas de las películas,
inteligente, laborista y excéntrica, con Wagner sonando a toda pastilla
en su casa de Oxford, el padre criando abejas en el sótano, una abuela
pianista alojada en el ático, debates sobre la existencia de Dios, o la
falta de ella, y vacaciones en un carromato de vendedor ambulante de
crecepelo transportado de alguna manera precaria hasta una playa de
Dorset, donde rara vez sale el sol. No es extraño que, a los 15 años,
cuando Stephen se enteró de que el universo se expandía, su reacción
pareciera sacada de Annie Hall: “Estoy seguro de que tiene que haber algún error”.
El joven Hawking era un crack en Oxford y, como suele ocurrir en
estos casos, decidió tirarse de cabeza al asunto más dificultoso y menos
prometedor de la física de su tiempo: la cosmología destapada por la
relatividad general, la gran teoría de Einstein sobre el tiempo, el
espacio y la gravedad, la teoría más elegante de la ciencia. Estaba
introduciéndose en esa jungla matemática cuando, a los 21 años, empezó a
mostrar dificultades para hablar, andar, atarse los zapatos y todo lo
demás. La esclerosis solo respetó su prodigioso cerebro. Le dieron dos
años de vida, pero aquí sigue medio siglo después ante el asombro de los
médicos. “Una de las cosas más importantes que puedes aprender sobre
él”, dice Ferguson, “es lo poco que le importa su discapacidad”.
Hawking es un activista de la claridad científica, un rasgo muy inglés, o al menos muy poco continental,
que puede resumirse en un eslogan del premio Nobel Peter Medawar: “Tras
un párrafo opaco siempre se oculta un ignorante o una trama delictiva”.
Para Hawking, como para Einstein, resulta tan importante el trabajo
científico como su conocimiento por el público. Uno de los productos de
ello es su producción editorial obsesiva de divulgación para el lector
general. Pero el efecto Medawar también se aplica a sus opiniones sobre los asuntos públicos.
Hawking ha apostado a que nunca aparecerá el bosón de Higgs, la
“partícula Dios” que persigue la mayor parte de sus colegas en el gran
acelerador de Ginebra. Apoya la investigación con embriones y la
ingeniería genética para mejorar el cerebro. Cuando Bush propuso en 2005
enviar de nuevo astronautas a la Luna, Hawking comentó: “Sería mucho
más barato enviar políticos, ya que no hay motivos para traerles de
vuelta”. Unos años antes había calificado la invasión de Irak de crimen
de guerra. “Aunque el 11 de septiembre fue horrible”, le dijo a un
redactor de The Guardian, “no supuso una amenaza para la
supervivencia de la humanidad; el peligro es que, aposta o por
accidente, creemos un virus que nos destroce”.
El físico parece convencido de que eso ocurrirá tarde o temprano, y
recomienda un plan urgente para colonizar el espacio. Ojalá se equivoque
al menos en eso.
Coreografía cósmica
El astrónomo alemán Karl Schwarzschild estaba en las trincheras del
frente ruso durante la Primera Guerra Mundial cuando hizo un
descubrimiento memorable. Por alguna razón se había llevado al frente
las ecuaciones de la relatividad general, la teoría de la gravedad, el
espacio y el tiempo que Einstein había publicado solo un año antes. La
esencia de la teoría se puede captar con una inspirada frase del físico
John Wheeler: la materia le dice al espacio cómo curvarse, y el espacio
le dice a la materia cómo moverse. Una coreografía cósmica llena de
armonía y autoconsistencia.
Los cuerpos celestes familiares, como el Sol o la Tierra, generan
unas curvaturas suaves en el espacio y el tiempo de su entorno. Pero
Schwarzschild pudo calcular que si un objeto muy masivo ocupara un
espacio muy pequeño, causaría una curvatura tan colosal que, dentro de
cierto radio —el bellamente denominado horizonte de sucesos— , nada
podría alcanzar la velocidad de escape necesaria para salir de allí, ni
siquiera la luz. Schwarzschild había descubierto los agujeros negros sin
moverse de su trinchera. Mandó sus cálculos a Einstein, que le
respondió: “Sus matemáticas son excelentes, pero su física es
lamentable”. El autor de las ecuaciones no pudo digerir a las criaturas
que habían salido de ellas. Y Schwarzschild murió poco después en el
frente.
El gran descubrimiento de Stephen Hawking reactivó el asunto medio
siglo después. La relatividad general es solo uno de los dos cimientos
de la física actual, el que rige la majestuosa coreografía de los
planetas, las estrellas, las galaxias y hasta el universo entero, y que
es el fundamento de la cosmología moderna. Pero el segundo, la mecánica
cuántica, impera a la escala de los átomos y las partículas subatómicas.
En su ámbito de tamaño, cada teoría predice la realidad con una
mareante cantidad de decimales, pero ambas son incompatibles. Las
ecuaciones de Einstein se deshacen en la jungla microscópica, donde los
pares de partículas saltan dentro y fuera de la existencia como el gato
de Cheshire, y hasta la misma nada siempre tiene algo.
Hawking, sin embargo, se dio cuenta de que los agujeros negros debían
participar de lo mejor de esos dos mundos: tan masivos que deben
regirse por la relatividad, tan pequeños que han de obedecer a la física
cuántica. Las paradojas de la segunda cambian de naturaleza en los
aledaños del horizonte de sucesos. Lejos de allí, cuando un par de
partículas (mejor, una partícula y su antipartícula) emerge de la nada
tiene una vida muy efímera, porque las dos se aniquilan enseguida y
vuelven a convertirse en nada. Pero en las cercanías de un agujero
negro, una de las partículas puede cruzar el horizonte de sucesos para
no salir jamás, y la otra se queda a este lado sin nadie que la
aniquile: convertida en ‘radiación de Hawking’, la única cosa que emite
un agujero negro, y lo que ha permitido a los astrónomos saber que
Sagitario A, en el centro de nuestra galaxia, es uno de ellos.
El País
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