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Desventura y grandeza de Salgari

Salgari se suicida en abril de 1911, abrumado por la escasez, consumido por la desgracia, tras una larga penuria económica, fruto de la práctica editorial de aquella hora. Aquí en España es Pío Baroja, con la editorial Caro-Raggio, quien empieza a sortear el agiotismo mercantil que había dado pie, no sólo al severo ascetismo de la bohemia, sino a la figura del negro literario, de absoluta necesidad para cumplir con las abusivas exigencias de la novela por entregas. Salgari, en su breve y desgraciado paso por el mundo, publicó casi un centenar de novelas, urgido por la ausencia de pecunio y el formidable éxito de su obra. Aún así, el malogrado creador de Los tigres de Mompracem, morirá en las cercanías de Turín, tan célebre como insolvente. Así lo dice en su carta a los editores, cuya lectura, tantos años después, suscita un escalofrío compasivo: "A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación de las ganancias que os he proporcionado os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo mi pluma". Al día siguiente, Salgari se daría muerte con una espada.

No es exagerado decir, por otra parte, que Salgari fue, junto con Manzoni, Leopardi y Verdi, uno de los inventores de Italia y el patriotismo italiano, aquilatado por la presencia del invasor austriaco. Buena parte de su obra puede leerse en este sentido: en el sentido de una lucha nacional, resumida en la figura de Sandokán y su trágico heroísmo. Entonces el Imperio era el Imperio británico, y era lógico suponer un movimiento rebelde, una tea revolucionaria, en el confín de Asia. Gran parte de los nacionalismos ulteriores que han abrumado el XX tienen su origen en esta épica remota. La remisión del yugo colonial, obrada por un pueblo en armas. Salgari, en cualquier caso, no ha inventado ese arquetipo, de duradera eficacia, donde un rajá justo y benéfico, errante y desposeído, acaudilla sus huestes contra el arbitrio de Occidente. Si miramos a su admirado Verne, nos encontramos con el enigmático y severo capitán Nemo, cuyo linaje, oculto en las Veinte mil leguas de viaje submarino, se nos revelará finalmente en La isla misteriosa. Nemo es, en efecto, un príncipe indio, educado en Inglaterra, que se ha juramentado contra el invasor y utiliza sus armas (todo el saber científico del XVIII y el XIX) contra la metrópoli. De ahí a Sandokán, a sus temidos Tigres, a la poética libertaria de sus abordajes, apenas media un paso. Y este paso es, sin dudas, de carácter regresivo: mientras que Nemo aprovechó el saber occidental contra su enemigo británico, Sandokán se enfrentará a sus invasores con las armas propias de su tierra; esto es, la espada curva, la fragilidad de sus navíos, la selva impenetrable.

Según se deduce de estas páginas (páginas trepidantes, conmovedoras, de admirable escritura), es posible que Salgari conociera realmente a Sandokán y a su leal tropa errabunda. Esto habría ocurrido en su juventud, durante sus horas de capitán de navío por aguas del Índico. Así se declara expresamente en estas memorias, de muy medida ambigüedad en cuanto a la verosimilitud de tal suceso. No obstante, sabemos de cierto que Salgari nunca fue capitán, y que es probable que nunca avistara el crepúsculo del Índico o la mirada fosfórica del tigre. ¿Escribió Salgari estas páginas como una mixtificación, como una broma, como una forma última de prestigiarse, adjudicándose un pasado cimarrón y altruista? Una posibilidad nos dice que Salgari, al hilvanar estos recuerdos, no hizo sino convertir su vida en literatura, dando el marchamo de lo real a sus héroes imaginarios, y diluyéndose él mismo en la bruma de la leyenda. Otra, quizá más cierta, nos indica que Salgari, con estas memorias, no hacía más que escapar a una vida miserable y trágica. Juzgue el lector tras cuál de ellas se ocultó Salgari.

diariodesevilla.es

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