La primera borrachera, lo recuerda nítidamente, fue con cuatro años,
cuando apuró las jarras de cerveza medio llenas que su madre y una amiga
habían dejado. “Sentí que me elevaba sobre el miedo que había en mi
vida, sobre el gruñón de mi hermano mayor y mi furibundo e intolerante
viejo (…) El alcohol se había convertido en un elixir que transformaba
la vida”. Lo admite en Fante, sus memorias tras las, al parecer, no suficientemente autobiográficas novelas Chump Change y Mooch
(todo editado en España por Sajalín). La clave está en saber de quién
es hijo Dan: de John Fante, paradigma del escritor maldito, del
guionista amargado del Hollywood dorado, una película en sí mismo.
Hay algo genético en su sino, con ese abuelo díscolo y violento que
fue Pietro Nicola Fante que, para huir de la mísera Italia rural, emigró
a Estados Unidos y fue capaz de encajar una paliza descomunal ya en la
aduana por negarse a que le cambiaran el apellido; de ese pariente que,
nacido con el don de contar cuentos, acabaría robándole la vocación de
monja a una chica para casarse con ella. O de ese hijo que será John, su
padre, obstinado con 19 años en ser escritor, que invierte toda una
noche para aprender a teclear y pasarse su primer cuento, Altar boy, en
limpio para entregarlo a la prestigiosa The American Mercury.
Unos cuantos relatos y máquinas de escribir después, John Fante será
guionista cotizado en Hollywood a 250 dólares por semana y estará casado
con Joyce Smart, de las primeras estudiantes en Standford y capaz de
leer 1.200 palabras por minuto. “Ser guionista era la gallina de los
huevos de oro pero también una almorrana literaria”, escribe Dan. La
tendencia a gastarse la nómina en las carreras y en eternas partidas a
las cartas hasta amaneceres saturados de alcohol, con colegas como
William Saroyan, a pasarse la jornada laboral en los campos de golf y
las noches con mujeres en moteles se acentuarán ante el injusto fracaso
de la primera gran novela de John Fante, Pregúntale al polvo (1939), que a la editorial solo se le ocurrió lanzar al unísono que el Mein Kampf
de Hitler… sin tener los derechos del mismo. La polémica periodística y
judicial con el libro del dictador sepultó su obra. Y lo hizo con la
misma fuerza que creció la frustración y la violencia física (magnífico
por raudo, al parecer, su crochet de izquierda) y verbal de
John, alguien capaz de amenazar a directivos de Hollywood, editores o
colegas ilustres de timba con frases como “si quisiera, podría destruir
tu vida en 20 palabras o menos”.
“A ‘bestselleros’ como James Patterson o Dan
Brown los metería en prisión: tienen un don y escriben una mierda; no
les dejaría salir hasta que hicieran algo sentido”
John Fante fallecerá en mayo de 1983. Dan, que sin ser muy consciente
ha ido garabateando cuadernos como terapia, encuentra en el garaje de
casa la vieja máquina de escribir Smith Corona de su tácito modelo. Y le
da por teclear. “Descubrí que era un don; para mí, a diferencia de mi
padre, es muy fácil: yo tengo una idea más o menos vaga de lo que quiero
decir y empiezo a ver por dónde sale; mi padre, no: necesitaba tenerlo
todo bien atado en la cabeza, principio y final, paseaba por casa dos o
tres meses intratable, y luego en tres semanas lo tenía escrito; por el
camino, café a raudales y 50 cigarrillos al día”, cuantifica.
Que ha seguido el consejo de las vísceras lo demuestran sus libros,
de una crudeza inusual en estos tiempos maquillados. “Todo escritor ha
de encontrar lo que quiere decir y, sobre todo, cómo decirlo; si
escribes, lo haces para cambiar el mundo, pensando que puede influir y
mutar la vida de la gente y para ello debes ser muy fiel a tu
experiencia. Mi padre odiaba a los directores y guionistas de Hollywood
porque hacían eso por dinero; mentían, falseaban, él escribía por amor a
la escritura, por eso se sentía mal: porque se había vendido como
artista…”. Y le sale, medio en broma, medio en serio, su vertiente
maldita: “A bestselleros como James Patterson o Dan Brown los
encerraría en prisión porque tienen un don y escriben una mierda; y no
les dejaría salir de allí hasta que escribieran algo sentido, vivido,
que valiera la pena”. Dan, claro, odia el mundo de la televisión (“no la
miro, ofrece mierda; en general es idiota; Lost siempre me pareció una tontería; Los Soprano
es ridícula: todos los italoamericanos parecemos payasos comepasta en
discotecas hablando de mujeres”) y de Hollywood (“a la gente que hace
cine se la tortura; es un negocio terrible; los actores, pero también
guionistas, son títeres y nosotros idolatramos ese mundo de star system
cuando no es nuestra imagen ni son nuestros referentes”). También ha
perdonado a sus padres (“cuando alguien perdona se perdona a uno
mismo”), no bebe ni se droga desde hace casi dos décadas (en el brazo
derecho lleva tatuado el nombre de su hermano Nick, fallecido por
alcoholismo), el desajuste entre lo que quería ser y lo que es casi ha
desaparecido (“sentía que era una mala persona, y ahora sí, fantasmas y
voces se fueron para siempre; también la voluntad que nunca cumplí de
suicidarme por más que lo intenté”) y hasta se atreve con una novela de
detectives, tras media docena larga de libros autobiográficos. ¿Qué ha
sido lo más difícil? “Yo podía convencer a la gente y sacarles dinero;
hubo momentos en que hice mucha pasta: tenía mujeres, drogas, casas,
coches…, pero no era feliz. Lo más importante que uno puede hacer en el
mundo es encontrar su lugar, la labor que ha de hacer en él y hacerla”.
Lo sabe por su padre, lo sabe por él.
Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia. Dan Fante. Traducción de Federico Corriente Basús. Sajalín Editores. Barcelona, 2012. 423 páginas. 22,50 euros.
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