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“El mundo invita a ser indigno”

“Cortázar siguió creciendo hasta la muerte: manos, pies… Él, que no quería notoriedad y la naturaleza le hacía crecer y crecer sin cesar…”. Zas, antes de empezarla, entrevista dinamitada. Eduardo Galeano (Montevideo, 1940) hechiza: es el gran contador de historias comprometidas, espolvoreadas de aforismos, como las que aparecen, sin fronteras de mapa y tiempo, en Los hijos de los días (Siglo XXI), una para cada día del año.

 Su voz es baja, melosa, y el azul de sus ojos tan claro que transparenta, pero llena estos días auditorios de España de un público fervorosamente joven. “Busco un lenguaje no solemne que permita pensar, sentir y divertirse, no habitual en los discursos de izquierda”. Y de nuevo, magia: “Creo que las palabras tienen poderes, como Serenus Sammonicus, que en el 208, para evitar la fiebre terciana, recetaba colgarse al pecho una palabra y protegerse con ella día y noche; era abracadabra, en hebreo antiguo ‘envía tu fuego hasta el final’… Yo también elegiría esa”.

No importa ya que Galeano solo haya pedido una espartana caña de cerveza, que rechace hasta unas míseras aceitunas rellenas y que escoja la terraza de la calle del hotel: zas, zas y zas. La terraza igual es una querencia: “Cursé un año de secundaria y dejé la escuela; aprendí a narrar escuchando de contrabando en los cafés de Montevideo. Tenía 16 años cuando gocé de la mejor historia: en un campo de batalla lleno de cadáveres de la guerra civil en Uruguay, el narrador había visto un joven muerto, muy bello, un ángel, que llevaba una cinta que con letras torpes ponía ‘Por la patria y por ella’; la bala había entrado por la palabra ‘ella’… Yo veía esa cinta ensangrentada, el suelo de barro…”.

Apenas ha dado un par de sorbos. “Tuve mil oficios: mensajero, taquígrafo… la curiosidad por los misterios de lo propio y lo ajeno me moldeó”. Fue también caricaturista, “pero había un abismo entre lo que pensaba y dibujaba”, que intuyó salvaría con la escritura, estrenada con una crítica de cine. “El pánico a aquella hoja en blanco aún es hoy el mismo”.

Convocada por la conversación, asoma una libreta de tres centímetros: “La llevo siempre encima: mientras camino, las palabras caminan dentro de mí”. Lila, nieta de cinco años, nutre más de una paginita. Lee: “Siempre quiero estar donde no estoy’, me dijo. Acá una de Maradona a Messi: ‘No le saqués tan rápido el pie a la pelota porque así ella no sabe lo que vos querés’. Algo saldrá de esto, espero”.

En el calendario abundan los desgraciados de la Historia (“voy al rescate de los colores perdidos del arcoíris”) y pullas contra la Iglesia católica. “Tuve una infancia casi mística que me llevó a separar cuerpo y alma, cuando cielo e infierno no son más que sombras de lo que llevamos dentro”. Con los años, creyó que Dios podía estar en la lluvia o el viento: “Me acercó a religiones primitivas y me dio otra fuerza mística que me empuja a escribir y a buscar comunión”.

La vida aparcó la actualidad. A rastras: ¿nacionalización de Repsol-YPF en Argentina y de Red Eléctrica de España en Bolivia frenan la sangría de las venas abiertas de América Latina? “Cinco siglos de historia demuestra que las multinacionales se van sin decir adiós dejando agujeros, fantasmas e indios muertos”. El 15-M lo cita mucho: “El mundo, hoy, invita a ser indigno y la gente joven se ha negado a esa invitación. A mí me da una inyección de vitamina E: e de esperanza, de entusiasmo”.

Liquida la cuenta (“a él no, falsifica dinero”, abduce al camarero; zas) y al dedicar el libro añade un cerdito con rosa en la boca. “Hay escritores que adoptan dragones… yo opto por este humilde que será salchicha. Me conmueve su sino”.

El País

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