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¿Qué fue de la modernidad?

¿Qué tienen Kafka, Virginia Woolf y Borges que no tienen Philip Roth, Irène Némirovsky ni Julian Barnes? ¿En qué momento y por qué los escritores optaron por eludir el desafío de la modernidad? ¿Cuándo relajaron su responsabilidad hacia su arte? Estas preguntas acucian a Gabriel Josipovici desde que era estudiante en Oxford. El presente libro es su respuesta.

¿Qué fue de la modernidad? es una obra polémica, que puede generar tanta contestación como interés, una indagación ilustrada y sardónica sobre estética y literatura, una llamada de atención a los artistas que han renunciado a la libertad, la herida y la alegría de la modernidad. Un libro que habla de literatura y de arte, y también del mundo y de la vida.


PREFACIO
     La primera conferencia a la que asistí por placer en Oxford, de estudiante, fue una que impartió lord David Cecil en la Literary Society sobre "La novela inglesa actual". Era el otoño de 1958. Entre el instituto y la universidad, yo acababa de pasar un año maravilloso en Londres, tratando de conocer la que, de hecho, era la primera ciudad en que vivía. Me había servido al máximo de sus espléndidas bibliotecas públicas, como las de Putney y Wandsworth, para leer toda la literatura a mi alcance, desde los autores que había descubierto en mis últimos años de secundaria, como Eliot, Donne o Kafka, hasta Tolstói, Dostoievski, Proust y Mann. Acudí a la conferencia de lord David Cecil deseoso de enterarme de quiénes eran los novelistas ingleses que en aquel momento, por decirlo así, proseguían ese camino.

     Aparte de la sala rebosante de público, claro indicador de que yo no era el único con ganas de ponerse al día, apenas recuerdo nada de aquel acto; salvo que salí con unos cuantos nombres en la cabeza, como Anthony Powell, Angus Wilson o el de una joven escritora a la que, en opinión de lord David Cecil, no había que perder de vista: Iris Murdoch. Cuál no sería mi decepción cuando, al procurarme sus libros en la biblioteca, descubrí que no tenían nada que ver con los autores que hasta entonces había leído. Sus historias resultaban entretenidas e ingeniosas, tenían intriga, eran brillantes y sin duda estaban bien escritas; pero no se parecían a aquellas que, como las de Kafka o Proust, tan hondo habían calado en mi ánimo. Nunca dejé de preguntarme si la causa de mi reacción estaba en mí o en aquellos autores; pero, como bastante tenía con aprender el anglosajón y con las lecturas del programa, además de las que me faltaban de Thomas Mann, resolví dejarlo para más adelante.

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