Sin
cortapisas, sin reservas impuestas por los convencionalismos sociales y
culturales de su tiempo, con un sarcasmo feroz y la agudeza intelectual
que le es propia, George Eliot pasa implacable factura en Las novelas
tontas de ciertas damas novelistas a los desaciertos de la narrativa más
ramplona de algunas afamadas escritoras de su época. En el que fuera su
ensayo más célebre, cuyo tema sigue despertando polémica en nuestros
días, la genial autora inglesa plantea sus tesis con un toque de ironía a
partir de ejemplos representativos de los argumentos predecibles, los
personajes falseados, los estilos remedados y los diálogos inverosímiles
que ciertas damas novelistas pusieron al servicio de sus pretensiones
moralizantes, prosaicas o, directamente, jactanciosas.
COMIENZO DEL LIBRO
aparecen en primer término; en un segundo plano tenemos un cura y un poeta que suspiran por sus huesos; y en el trasfondo se agita una multitud de admiradores indefinidos. La heroína deslumbra a su público con la mirada y el ingenio; tiene la nariz tan inmaculada como las costumbres; el intelecto tan afinado como la voz de contralto; el gusto tan divino como la fe religiosa; y, por si esto fuera poco, baila como una ninfa y lee la Biblia en todos los idiomas originales. Sin embargo, puede suceder que la protagonista no sea una heredera, en cuyo caso el rango y la riqueza son sus únicas deficiencias; en cualquier caso, nuestra infalible heroína logra entrar en la alta sociedad, donde triunfa al rechazar a un buen número de pretendientes y casarse con el mejor; y al final luce una joya de familia, o algún objeto similar, que le confiere la necesaria redención. Los hombres libertinos se muerden los labios de rabia y desconcierto ante las ingeniosas respuestas que ella les da o hacen penitencia por sus reproches que, cuando la ocasión lo requiere, alcanzan elevadas cotas retóricas; en general, la heroína muestra una propensión al discurso y cuando se retira a su dormitorio tiende, en mayor o menor grado, a la rapsodia. Si en las conversaciones públicas asombra por su elocuencia, en las privadas fascina por su lucidez. Se le atribuyen un entendimiento capaz de desentrañar a la primera las ramplonas teorías de los filósofos y un instinto que sirve de brújula a quienes se dejan guiar por él, pues les permite funcionar como un reloj. A su lado, los hombres desempeñan un papel muy subordinado.
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