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En mi país desconocido

El 4 de septiembre de 1944 Hans Fallada es encarcelado. Está prácticamente acabado: es un alcohólico, un hombre incapaz de escribir y está acusado de intentar asesinar a su mujer. Bajo la mirada continua de sus captores, anota sus recuerdos y reflexiones desde los inicios del nazismo hasta su reclusión. Informa sobre el mundo de los soplones, del peligro que corre su creatividad literaria, del destino de muchos amigos y colegas.

Con el fin de ahorrar el escaso papel del que disponía y camuflar su escritura utiliza abreviaturas. Sus peligrosas anotaciones se convierten en una especie de «criptografía» que no pudo ser descifrada hasta después de su muerte. Finalmente consigue sacar el manuscrito en secreto de la cárcel. Durante años estas páginas, honestas y provocadoras, se dieron por perdidas. Hoy el lector español puede disfrutar por primera vez de un testigo único, tanto por lo singular de sus vivencias como por la maestría de su expresión literaria.

La publicación simultánea en Seix Barral de este diario y la novela
El bebedor, inéditos hasta ahora en español, es una ocasión única para descubrir a uno de los autores más destacados de las letras alemanas recientes, del que Hermann Hesse dijo: «Merece los mayores elogios por escribir con tanto realismo y veracidad, con tanta proximidad a la vida.»

PÁGINAS DEL LIBRO
23.IX.44. En un día de enero del año [1933] mi buen editor R.[owohlt]  y yo disfrutábamos en el restaurante Schlichter de Berlín de una alegre cena. Nos acompañaban nuestras esposas 4 y algunas buenas botellas de vino de Franconia. Estábamos, como se suele decir, saciados de buen vino, y además en esta ocasión había tenido un buen efecto sobre nosotros. Cuando se trataba de mí uno no podía estar siempre seguro. Era totalmente imprevisible cómo infl uía en mí el vino, la mayoría de las veces me convertía en un camorrista, un egotista y un fanfarrón. Sin embargo, esa noche no tuvo ese efecto y me invadió un humor alegre y algo burlón. Así que renuncié en la figura del mejor compañero R., al cual el alcohol estaba transformando cada vez más en un enorme tragón de cien kilos de peso. Estaba sentado a la mesa, transpirando alcohol por cada uno de los poros de su cuerpo, como un moloch que echaba fuego por el rostro, aunque se trataba de un moloch contento y saciado, mientras yo contaba de la mejor manera mis divertimentos y pequeñas historias, que incluso hacían reír de todo corazón a la buena de mi esposa, a pesar de que ya había oído por lo menos cien veces estas anécdotas. R. había alcanzado ese estado en el que su conciencia le dictaba en ocasiones realizar también su aportación para divertimento de los presentes: en ocasiones hacía que el camarero
le trajera una copa de champán, que él aplastaba con sus dientes y se comía entera trozo a trozo, a excepción del pie, para horror de las señoras, que no cabían en su asombro por que no se cortara ni siquiera un poco. Una vez yo mismo vi cómo R. topó con su maestro a la hora de devorar cristal, casi parecía un caníbal. Pidió que le trajeran una copa de champán, un hombre silencioso y dulce junto a él hizo lo mismo. Rowohlt se comió la copa, el dulce hombre lo imitó. Rowohlt le dijo, agradable:

      -¡Bien! ¡Eso me ha gustado!
     Juntó las manos sobre el vientre y miró con gesto triunfante a su alrededor, el dulce hombre se dirigió a él. Señaló con el dedo el pie desnudo de la copa que había frente a R. En tono de reproche le preguntó:
     -¿Y no se va a comer usted el pie de la copa, señor Rowohlt? ¡Pero si es lo mejor!

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