«Dura la lluvia que cae pasa con un estruendo por las calles oscuras del Oeste como un Ángel del Infierno buscando una pelea.» The New York Times
«Siempre
se ha dicho que Don Carpenter era un escritor para escritores,
enormemente admirado por los críticos y los novelistas por su brillantez
y precisión. Cada lector que conozco era masilla en sus manos una vez
que abría una de sus novelas asombrosas. Podía ser divertidísimo, romper
el corazón, escribir del egocentrismo y de la flaqueza tan bien como
cualquiera. Lo quería con locura.» Anne Lamott
«Don
Carpenter combina la perspicacia de un reportero por el detalle
exterior con el sentido del novelista por los abismos interiores .» Los Angeles Times
«Un libro poderoso y sin concesiones, escrito de manera realista, brutal en la intensidad de las acciones. Muy recomendable.» Library Journal
PREFACIO
Incidentes en el este
de Oregón
de Oregón
(1929-1936)
Pueden matarte, pero no pueden comerte.
Creencia popular
Creencia popular
ESA
mañana, había tres indios de pie ante la oficina de Correos cuando la
motocicleta atravesó la calle Walnut a toda pastilla, haciendo que Mel
Weatherwax retrocediera en su camioneta y atropellara al vaquero que
estaba cargando sacos de cal. Probablemente, el hombre y la mujer que
iban en la moto ni se percataron del accidente que habían causado, de lo
rápido que circulaban. Ambos llevaban gafas protectoras, y todo lo que
Mel vio fue la motocicleta roja, las gafas y dos matas de pelo, negra la
de él y rubia la de ella. Pero todo el mundo se olvidó de ellos; el
vaquero estaba malherido y despotricaba ahí tirado, sobre el polvo
rojizo, con la cara blanca de dolor. Los indios se quedaron de pie en la
acera de tablas y vieron cómo Mel Weatherwax y uno de sus empleados se
llevaban al vaquero herido hacia la sombra del callejón que había junto a
la tienda.
El médico apareció al cabo
de un rato y también se puso a despotricar, mientras se acuclillaba y
palpaba con los dedos el cuerpo del vaquero. Se habían congregado ya
algunas personas para ver lo que hacía el médico, y entre ellas había
alguna que otra mujer, lo cual no interrumpió el flujo de juramentos del
galeno. Resultó que había algunas costillas rotas y que lo más probable
era que al mover el cuerpo, los extremos astillados de esas costillas
hubiesen perforado los pulmones.
El País
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