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'Samuel Beckett, el último modernista'

Es irónico que un autor, como Samuel Beckett, tan celoso de su intimidad y tan reacio a la exposición pública, sea objeto de cientos de estudios críticos y biográficos. No en vano, es el escritor contemporáneo sobre el que más se ha escrito y desde los puntos de vista más diversos. Tanto es así que lo «beckettiano» es un adjetivo que se ha hecho familiar, incluso para quienes no han leído aún a Beckett.
 
La presente biografía es sin duda la más personal de las existentes sobre el Premio Nobel de Literatura de 1969, sin que ello menoscabe las exigencias que, en cuanto a investigación veraz, se exige a un biógrafo. Al no detenerse, además, en un análisis académico de las obras de Beckett, resulta la más atractiva para una amplia clase de lectores que quiera iniciarse en la compleja vida y personalidad del autor de Esperando a Godot.

Cronin indaga certeramente en los aspectos más esquivos del escritor y profundiza en la parte más desconocida de Samuel Beckett: la conexión con su Irlanda natal, con el París de las vanguardias, la vida nocturna; y en la relación con figuras de la talla de Joyce, Yeats, Giacometti, Peggy Guggenheim o Harold Pinter. Cronin nos muestra así un Beckett genial, profético y universal, pero también contradictorio, falible y firmemente arraigado en un entorno de acentos y paisajes del que nunca escapó del todo. 

En definitiva, Samuel Beckett, el último modernista es el complemento esencial para entender el contexto creador que propició la forja de uno de los más grandes escritores del siglo XX.    
«Cronin se adentra con gran perspicacia no sólo en el trasfondo irlandés de Beckett, sino también en su enigmática, dolorosa y lenta evolución como artista.» Colm Tóibín, Guardian Books of the Year

El primer periodo en que vivió Beckett en la ciudad que durante tanto tiempo había de ser su lugar de residencia se remonta al primero de noviembre de 1928, cuando, gracias al acuerdo que tenía con Trinity College, ocupó el puesto de lecteur en la École Normale. La ciudad a la que llegó entonces se había recuperado ya por completo del impacto de la Primera Guerra Mundial; en opinión de muchos testigos que frecuentaron los círculos literarios, los años veinte en París fueron una época feliz. En 1932 Julian Green iba a dejar constancia en su diario de lo que consideraba «el fin de una era feliz», y Claude Mauriac, aún demasiado joven para participar en la vida literaria de la década, escribió sin embargo sobre la nostalgia que todo el mundo sentía por «aquellos maravillosos años».

     Todo esto, como es lógico, se dijo retrospectivamente. Lo cierto es que en aquella época, al igual que en Inglaterra, la desesperación vital estaba muy de moda. También se la relacionaba, como en Inglaterra, con la experiencia de la Gran Guerra, si bien muchos de los que cultivaron aquella desesperación no habían tenido experiencia directa del conflicto, ni mucho menos. Uno de los factores de mayor peso en aquel pesimismo a la moda volvió a surtir efecto en los años cincuenta, cuando la obra de Beckett empezó a ser internacionalmente conocida. 

      Entre las libertades que de manera casi inevitable se pierden en tiempos de guerra se encuentra la libertad de desesperar a propósito del futuro del país beligerante en el que uno casualmente reside, e incluso del futuro mismo del ser humano. El pesimismo pasa a ser una suerte de traición; prevalece un optimismo casi obligatorio. A lo largo de cuatro años cruciales, todo lo que se publicó en la prensa francesa, como en la inglesa, tuvo que concurrir con un pronóstico optimista sobre el resultado final de la contienda. Las retiradas a gran escala y los desastres imprevistos e indeseados tuvieron que presentarse al público como si fuesen parte de una estrategia general concebida con particular brillantez. Hubo que dar a entender que en la época de posguerra se fundarían formas y estructuras políticas capaces de garantizar a todos cierta medida de prosperidad, de justicia, de felicidad.

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