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'El desengaño de internet'

Cuando en junio de 2009 estalló la revuelta en Irán, los medios de comunicación occidentales se apresuraron a bautizar aquellas protestas como la primera revolución Twitter, y numerosos analistas y políticos vieron en semejante -y aparente- demostración palpable del poder agitador de las redes sociales un refuerzo para su ciberutopismo.

Sin embargo, y pese a lo mucho que se habla de internet como herramienta de democratización, regímenes autoritarios como los de Irán y China siguen sin dar muestras de inestabilidad. De hecho, según revela en este libro Evgeny Morozov, están utilizando internet para perfeccionar sus técnicas de espionaje sobre la población.

A juicio de Morozov, lo que los ciberutopistas olvidan es que las inmensas posibilidades de internet pueden utilizarse para hacer campaña a favor de las libertades, sí, pero también para todo lo contrario, es decir, para fomentar la represión, el conformismo y la ceguera.

Y no sólo a través de la censura: Morozov, él mismo un ciberutopista converso, defiende que internet, más que el catalizador de un cambio que llevará a los jóvenes a la calle, podría muy bien ser el nuevo opio de las masas. Al fin y al cabo, «las búsquedas más populares en los buscadores de internet rusos no son "¿qué es la democracia?" o "cómo proteger los derechos humanos", sino "¿qué es el amor?" y "cómo perder peso".»

Armado de pruebas concluyentes, Morozov pone de manifiesto en este libro que hemos de dejar de pensar que internet y los medios sociales son liberadores per se, y que iniciativas ambiciosas y en apariencia nobles como la promoción de la «libertad en internet» pueden tener desastrosas implicaciones para el futuro de la democracia en su conjunto.


INTRODUCCIÓN

Para cualquiera que desee el triunfo de la democracia en los entornos más hostiles e insólitos, la primera década del nuevo milenio ha estado marcada por una sensación de cruel decepción, cuando no de aplastante desilusión. La, en apariencia, inexorable marcha hacia la libertad que comenzó a finales de la década de los ochenta no sólo se ha detenido, sino que tal vez haya dado media vuelta.
Expresiones como «retroceso de las libertades» han empezado a romper el circuito de los grupos de expertos para colarse en las conversaciones públicas. En un estado de serena desesperación, un número creciente de diseñadores de políticas occidentales comenzaron a admitir que el Consenso de Washington (aquel conjunto de dudosas políticas que en su momento prometieron un paraíso neoliberal a precio de ganga) ha sido sustituido por el Consenso de Pekín, que se jacta de proporcionar prosperidad rápida y sucia sin molestarse por las enojosas instituciones de la democracia.  Occidente ha tardado en descubrir que la lucha por la democracia no se ganó en 1989. Durante dos décadas ha estado durmiendo en sus laureles, a la espera de que Starbucks, MTV y Google se encargaran del resto. Este enfoque liberal de la democratización ha demostrado su impotencia ante el autoritarismo floreciente, que se ha adaptado de manera magistral a este nuevo mundo hiperglobalizado. El autoritarismo de hoy es amigo del hedonismo y el consumismo, de forma que Steve Jobs y Ashton Kutcher merecen mucho más respeto que Mao o Che Guevara. No es de extrañar que Occidente parezca desorientado. Mientras que los soviéticos pudieron ser liberados agitando la varita mágica de los tejanos, las máquinas de café exclusivas y el chicle barato, ese truco no vale para China. Al fin y al cabo, de ahí proceden todos esos bienes de consumo occidentales. 

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