Un
mendigo que aparece en la fachada de una elegante cafetería, un ratón
diminuto que separa a una pareja, unos peluches destructivos, un papel
pintado que asusta, una falda que conduce a la decadencia, un jefe que
pierde el control, una frase vulgar que hace posible soportar la vida.
Todo tratado con un tono muy sutil, muy de detalle y cargado de ironía.
En
Breve elogio del odio Nathalie Kuperman pone la lupa en esos fragmentos
de la vida cotidiana donde, en medio de las relaciones pacíficas entre
personas muy próximas -amigas, colegas de trabajo, amantes, hermanos-,
de pronto se enciende la chispa del odio. La autora muestra el poder
destructivo de esa descarga que cambia el sentido de las historias en
cuanto se manifiesta. Son cuentos en los que nos asombra la concisión,
el humor y a la vez su carácter íntimo. La escritora habla al oído del
lector con una voz cálida que es, a la vez, estremecedora.
Gracias
a su sentido de la narración, aliado con el sutil arte del detalle y
sobre todo con un humor negro, devastador y vital, la novelista y la
narradora se salvan... de lo peor. Con brillo y emoción. Le Monde
Laurence & Laurence
Llevaba unos meses trabajando con Laurence. Ella servía y yo preparaba los platos. Nos gustaba.
El salón de té daba al frondoso paseo de un gran bulevar. Aquellas
vistas y aquella animación nos encantaban, y todos los días nos
alegrábamos de habernos lanzado a la aventura y de haber convencido a
los bancos, y también a nosotras mismas.
Laurence dominaba el inglés a la perfección, y eso podía venir bien de
vez en cuando; a mí me gustaba oírle hablar en inglés con esos gestos
que me parecían encantadores, sobre todo cuando se ponía la túnica de
mangas anchas. Explicaba a los extranjeros cómo llegar al Louvre o a los
Campos Elíseos, o incluso cómo ir a la Académie de la bière a tomar una
cerveza o una copa de champán a la Villa.
Llevaba el pelo rubio decolorado. No iba al mismo peluquero para las
mechas que para el corte. Estaba desesperada porque la peluquera que le
teñía iba a jubilarse, y a mí me parecía espléndido que algo así pudiera
desesperarla. Yo observaba cómo fruncía los labios, agrandaba los ojos y
retorcía las manos, y su desesperación cuando decía «nunca volveré a
encontrar exactamente este tinte y esta dosificación» no me hacía
sonreír, sino compadecerme con toda sinceridad, y eso que hay gente que
se muere de hambre en la calle.
Precisamente, si todo se estropeó fue por un hombre que se moría de hambre en la calle.
Boomerang
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