Todo
hombre tiene derecho a ser infeliz, y quizá tenga incluso el deber. La
esperanza (por ejemplo, del que añora ser feliz) es nociva, y la
humanidad se habría ahorrado muchos problemas si no fuese adicta a este
engañoso narcótico.
¿Hitler? El mayor
optimista del siglo xx: un soñador, un romántico. Después de todo, nada
más esperanzado que la idea de una solución, encima final. ¿Mao, Stalin,
Pol Pot? Tres cuartos de lo mismo.
Así
podrían resumirse las enseñanzas del Profesor Jove, terapeuta sui
generis al que Solomon Kugel acude porque, paradójicamente, sueña con
una vida mejor.
Víctima de la
esperanza, Kugel no solo es padre, sino que ha decidido llevarse a su
familia a una casa rural en Stockton, Estados Unidos, un poblado donde
nunca ha pasado nada, del que no ha salido nadie famoso... excepto un
pirómano muy activo en los últimos tiempos.
Kugel
quiere empezar una vida nueva, quitarse de encima el peso de la
historia; la suya, personal y familiar, y la de su pueblo. Porque ambas
historias parecen una y la misma. Su madre solo ha estado en un campo de
concentración durante una visita turística, pero se comporta como si
fuera Ana Frank.
Hasta que un olor fétido
y unos ruiditos llevan a Kugel a descubrir a una mujer que lleva
treinta o cuarenta años escondida en el desván (se trata, al fin y al
cabo, de una casa antigua). Y que dice ser, ella sí, Ana Frank.
1
Tiene gracia: no te mata el fuego, sino el humo.
Ahí estás, aporreando las ventanas, subiendo las escaleras de tu casa
en llamas, cada vez más arriba, intentando escapar, huir, con la
esperanza de evitar el incendio. Quizá logres sobrevivir al fuego, pero
mientras tanto te vas asfixiando, los pulmones se te llenan lentamente
de humo, ahí estás, esperando a que los horrores lleguen de fuera, de la
mano de un desconocido, del exterior, pero entretanto vas muriendo poco
a poco por falta de oxígeno, desde dentro.
Te compras una pistola (para protegerte, aseguras) y esa misma noche te desplomas de un infarto.
Pones candados en las puertas. Pones barrotes en las ventanas. Pones
una verja alrededor de la casa. Te llama el médico: «Es cáncer», dice.
Mientras nadas frenéticamente hacia la superficie huyendo de un temible
tiburón, sufres síndrome de descompresión y te ahogas.
Un soleado día de Año Nuevo decides volver a ponerte en forma. «De este
año no pasa», te dices. Ha llegado el momento de volver a empezar, de
renacer. De hacerte más fuerte, más duro. A la mañana siguiente, en el
gimnasio, al comenzar la tercera serie de pesas de banco, te da un
calambre en el bíceps, las pesas se te caen en el cuello y te parten
la tráquea. No puedes gritar. Se te pone la cara morada. Te fallan los
brazos. En un póster colgado en la pared ves las últimas palabras que
leerás antes de que se te cierren los ojos y la oscuridad te envuelva
para toda la eternidad:
¿CUÁNTO VAS A QUEMAR HOY?
Tiene gracia.
Boomerang
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