Impedimenta publica 'Las novelas tontas de ciertas damas novelistas', el
manifiesto en el que George Eliot cargaba contra las ficciones
azucaradas de la época, las historias románticas con las que se
entretenían sus contemporáneas.
Como Gabriela Bustelo apunta en su prólogo, lo primero que llama la atención acerca de Mary Anne Evans es su adopción de un seudónimo masculino. Un gesto pensado para que lectores y críticos se acercaran a sus textos sin los prejuicios con los que podían juzgar los textos de sus coetáneas. Pero es también un gesto que implica un enorme autoconcepto, o incluso algo de soberbia: no oséis juzgar mis textos con el mismo baremo con el que medís los de las demás.
Sobre todo, si las demás eran "ciertas damas novelistas de novelas tontas". Un tipo de mujer que escribe -indica George Eliot- "en un elegante saloncito, con tinta de color violeta y con una pluma engarzada de rubíes", a la que la "contabilidad editorial le resulta algo ajeno" y cuya única relación con la pobreza es su "pobre cerebro".
Verdaderamente, tener a George Eliot en la trinchera de enfrente -su opinión sobre las institutrices literatas tampoco era mucho mejor- suponía para cualquiera la total derrota. George/Mary Anne era una fiera. Cuando, por motivos familiares, hubo de dejar los estudios, ella siguió formándose por su cuenta. Rechazó los estrictos corsés religiosos de la época y estableció una larga relación con el científico George Lewes: convivieron durante veinte años, hasta la muerte de Lewes, a pesar de que éste seguía casado con su esposa oficial. Formó parte de la más alta intelectualidad británica, tuvo relaciones con un buen número de hombres y volvió a casarse de nuevo, ya sexagenaria, con John Cross, un banquero estadounidense. Era, pues, un enemigo a quien bien temer.
Las novelas tontas de ciertas damas novelistas es, más que libro, un manifiesto: el de la autora británica contra las novelas de corte lánguido y romántico que escribían muchas de sus contemporáneas. Un género tan popular entonces como ahora , y que Eliot destripa en cuatro palos principales: de carácter superficial -novela romántica al uso-, prosaico -en donde se expone el corpus intelectual o moral de la propia autora-; beato -religioso- y pedante -de recreación histórica-. La estructura en todas estas historias es sin embargo bastante similar, y corresponde a un modo de hacer que Eliot bautiza como de "artimaña y confección".
En las "novelas tontas", la protagonista está adornada por todas las cualidades posibles- "tiene el intelecto tan afinado como el contralto, el gusto tan divino como la fe religiosa, baila como una ninfa y lee la Biblia en todos sus idiomas originales"- y un séquito de pretendientes tan infinito como sus virtudes. Entre ellos, siembre habrá un antagonista en la forma de barón malvado, pero ni sus estratagemas ni los posibles infortunios lograrán disuadirla de su destino último: el feliz enlace con el mejor partido de la comarca.
Muchos de estos mimbres siguen estando presentes, por supuesto, en los actuales títulos de literatura femenina o chick-lit. De hecho, como bien explica Bustelo, lo que más sorprende del manifiesto de George Eliot es su modernidad. Eliot presenta cuestiones absolutamente vigentes - "¿Hay temas masculinos y femeninos? ¿Las mujeres leen más o leen peor?"- y carga contra un tipo de literatura que, actualizada, sigue siendo la más vendida entre mujeres hoy en día: "Desde la gama supuestamente intelectualizada al estilo de Isabel Allende -indica la traductora- hasta las novelas de Helen Fielding (El diario de Bridget Jones) o de Candance Bushnell (Sexo en Nueva York)".
Unas propuestas que resultan, en fin, tan irreales como los cuentos de hadas o la fantasía pura y que perpetúan la realización de la mujer de una única forma posible: a través de un hombre. No son sólo las "novelas tontas" -de entonces y de ahora- las que promueven la vigencia de este arquetipo, por supuesto, sino toda una estructura sociocultural que va desde los grandes éxitos musicales al papel couché, de ciertos reality a grandes producciones cinematográficas.
En el texto de George Eliot se trasluce cierta indignación contra la estructura que, de alguna manera, alimenta la multiplicación de estos modelos pero -sobre todo- desencanto y rabia respecto a su propio género. "Tras leer alguna de estas novelas, no es extraño que un hombre exclame: Cuando una mujer recibe algo de educación, ¡de bien poco le sirve! (...) La naturaleza femenina es un terreno tan endeble y poco profundo que no se puede arar, y sólo soporta una clase de cosecha extremadamente somera".
Así pues, Eliot deja testigo aquí de un doble desastre en estas novelitas:su contribución a perpetuar como único el destino ideal femenino y su responsabilidad al fomentar la idea general de que educar a las mujeres era de una inutilidad deliciosa.
Y es que, realmente, es difícil contar una historia de amor imposible sin empacharse de algodón de azúcar. Tal vez algunas claves puedan ser subrayar la autonomía femenina, recurrir al humor y hacer de la protagonista un ser humano: inteligente y bella, tal vez, pero capaz de actuar -como cualquiera- con una torpeza absoluta. Y, al final, puede que haya sorpresas, y villanos y ardides, e incluso desenlaces felices. Pero hay que tener el talento de una Jane Austen para hacerlo.
Como Gabriela Bustelo apunta en su prólogo, lo primero que llama la atención acerca de Mary Anne Evans es su adopción de un seudónimo masculino. Un gesto pensado para que lectores y críticos se acercaran a sus textos sin los prejuicios con los que podían juzgar los textos de sus coetáneas. Pero es también un gesto que implica un enorme autoconcepto, o incluso algo de soberbia: no oséis juzgar mis textos con el mismo baremo con el que medís los de las demás.
Sobre todo, si las demás eran "ciertas damas novelistas de novelas tontas". Un tipo de mujer que escribe -indica George Eliot- "en un elegante saloncito, con tinta de color violeta y con una pluma engarzada de rubíes", a la que la "contabilidad editorial le resulta algo ajeno" y cuya única relación con la pobreza es su "pobre cerebro".
Verdaderamente, tener a George Eliot en la trinchera de enfrente -su opinión sobre las institutrices literatas tampoco era mucho mejor- suponía para cualquiera la total derrota. George/Mary Anne era una fiera. Cuando, por motivos familiares, hubo de dejar los estudios, ella siguió formándose por su cuenta. Rechazó los estrictos corsés religiosos de la época y estableció una larga relación con el científico George Lewes: convivieron durante veinte años, hasta la muerte de Lewes, a pesar de que éste seguía casado con su esposa oficial. Formó parte de la más alta intelectualidad británica, tuvo relaciones con un buen número de hombres y volvió a casarse de nuevo, ya sexagenaria, con John Cross, un banquero estadounidense. Era, pues, un enemigo a quien bien temer.
Las novelas tontas de ciertas damas novelistas es, más que libro, un manifiesto: el de la autora británica contra las novelas de corte lánguido y romántico que escribían muchas de sus contemporáneas. Un género tan popular entonces como ahora , y que Eliot destripa en cuatro palos principales: de carácter superficial -novela romántica al uso-, prosaico -en donde se expone el corpus intelectual o moral de la propia autora-; beato -religioso- y pedante -de recreación histórica-. La estructura en todas estas historias es sin embargo bastante similar, y corresponde a un modo de hacer que Eliot bautiza como de "artimaña y confección".
En las "novelas tontas", la protagonista está adornada por todas las cualidades posibles- "tiene el intelecto tan afinado como el contralto, el gusto tan divino como la fe religiosa, baila como una ninfa y lee la Biblia en todos sus idiomas originales"- y un séquito de pretendientes tan infinito como sus virtudes. Entre ellos, siembre habrá un antagonista en la forma de barón malvado, pero ni sus estratagemas ni los posibles infortunios lograrán disuadirla de su destino último: el feliz enlace con el mejor partido de la comarca.
Muchos de estos mimbres siguen estando presentes, por supuesto, en los actuales títulos de literatura femenina o chick-lit. De hecho, como bien explica Bustelo, lo que más sorprende del manifiesto de George Eliot es su modernidad. Eliot presenta cuestiones absolutamente vigentes - "¿Hay temas masculinos y femeninos? ¿Las mujeres leen más o leen peor?"- y carga contra un tipo de literatura que, actualizada, sigue siendo la más vendida entre mujeres hoy en día: "Desde la gama supuestamente intelectualizada al estilo de Isabel Allende -indica la traductora- hasta las novelas de Helen Fielding (El diario de Bridget Jones) o de Candance Bushnell (Sexo en Nueva York)".
Unas propuestas que resultan, en fin, tan irreales como los cuentos de hadas o la fantasía pura y que perpetúan la realización de la mujer de una única forma posible: a través de un hombre. No son sólo las "novelas tontas" -de entonces y de ahora- las que promueven la vigencia de este arquetipo, por supuesto, sino toda una estructura sociocultural que va desde los grandes éxitos musicales al papel couché, de ciertos reality a grandes producciones cinematográficas.
En el texto de George Eliot se trasluce cierta indignación contra la estructura que, de alguna manera, alimenta la multiplicación de estos modelos pero -sobre todo- desencanto y rabia respecto a su propio género. "Tras leer alguna de estas novelas, no es extraño que un hombre exclame: Cuando una mujer recibe algo de educación, ¡de bien poco le sirve! (...) La naturaleza femenina es un terreno tan endeble y poco profundo que no se puede arar, y sólo soporta una clase de cosecha extremadamente somera".
Así pues, Eliot deja testigo aquí de un doble desastre en estas novelitas:su contribución a perpetuar como único el destino ideal femenino y su responsabilidad al fomentar la idea general de que educar a las mujeres era de una inutilidad deliciosa.
Y es que, realmente, es difícil contar una historia de amor imposible sin empacharse de algodón de azúcar. Tal vez algunas claves puedan ser subrayar la autonomía femenina, recurrir al humor y hacer de la protagonista un ser humano: inteligente y bella, tal vez, pero capaz de actuar -como cualquiera- con una torpeza absoluta. Y, al final, puede que haya sorpresas, y villanos y ardides, e incluso desenlaces felices. Pero hay que tener el talento de una Jane Austen para hacerlo.
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