En los mismos días de julio de 1969 en que Francisco Franco celebraba
los 30 años de su victoria en la Guerra Civil, Neil Armstrong ponía los
pies en el Mar de la Tranquilidad. Del contraste entre esos dos hitos
trata El viento de la Luna. La novela que Antonio Muñoz Molina publicó en 2006 se mueve entre el ApoloXI
y una casa sin agua corriente en la que un muchacho de 13 años —torpe
en gimnasia, callado y enamoradizo— sigue al minuto la misión espacial
mientras se entrega a dos “vicios solitarios”: la lectura y la
masturbación.
Con sus ojos contemplamos una galaxia de personajes marcados por el
pasado: un abuelo represaliado por republicano, una abuela que sacó
adelante a la familia mientras duró la cárcel, un padre hortelano que
sostiene que “lo de la Luna” es un engaño de los norteamericanos o una
tía jovial que prosperó al casarse con alguien convencido de que las
máquinas dominarán el mundo. Por algo tiene una tienda de
electrodomésticos.
“Lo que le piden al porvenir es que se parezca a lo mejor del
pasado”, dice el adolescente, al que fuera de casa espera otro retablo:
el vecino rico que tiene televisor, el ciego que tiene teléfono, un cura
sesentayochista, un médico “con ideas”, es decir, rojo…
El muchacho, entretanto, ha puesto la cabeza en la Luna, en los
libros y en las películas del Ideal Cinema. Los 300.000 kilómetros que
separan la Tierra y su satélite son pocos comparados con los que le
separan a él de los que le rodean. “La duración del plomo del pasado”,
afirma, “se mide en conmemoraciones y en números romanos: a mí me gusta
el tiempo inverso y veloz de la cuenta atrás que llega segundo a segundo
al despegue de un cohete”. Conjugando lo individual y lo colectivo, El viento de la Luna
narra la vida de un país que ve el futuro por televisión. También la
confusión del que cruza la línea de sombra que separa niñez y
adolescencia. “Lo que añoro es tan inaccesible para mi entendimiento
como lo que deseo, y la infancia se me ha quedado tan lejos como una
"vida adulta que no sé imaginar”, piensa el protagonista. El tiempo le
enseñará a distinguir, en el espeso silencio de casi todos, la
mezquindad de unos, la dignidad de otros.
El País
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