Quien quiera enterarse de lo que en realidad
ocurrió en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial tendrá que
preguntárselo a las mujeres. Así lo ve la autora de este libro, que
vivió el final de la guerra en Berlín. Sus observaciones aparecieron
publicadas por primera vez en 1954, gracias a los esfuerzos del crítico
Kurt W. Marek. Además del epílogo que Marek adjuntó a dicha primera
edición en inglés, Anagrama recoge una introducción de Hans Magnus
Enzensberger donde relata las vicisitudes por las que han pasado estas
memorias desde su creación y la razón por la que la autora decidió no
revelar su identidad. En este documento único no se ilustra lo singular
sino lo que les tocó vivir a millones de mujeres: primero la
supervivencia entre los escombros, acuciadas por el hambre, el miedo y
el asco, y posteriormente, por la venganza de los vencedores.
«Depurado estilo..., su agudeza analítica y su tema rebasan con creces el mero testimonio» (Cecilia Dreymüller, El País).
«Una implacable observadora que no se deja llevar por el sentimentalismo o los prejuicios» (Hans Magnus Enzensberger).
«Lo sobrecogedor es que no hay en su testimonio la más leve autocompasión ni truculencia» (Robert Saladrigas, La Vanguardia).
VIERNES, 20 DE ABRIL DE 1945, CUATRO
DE LA TARDE
DE LA TARDE
Sí, la guerra viene arrollando sobre Berlín. Lo que ayer era tan sólo
un retumbar lejano es hoy un redoble constante. Se respira fragor de
mortero. El oído, ensordecido, ya sólo percibe los disparos del calibre
más grueso. Hace ya mucho que dejó de distinguirse su procedencia.
Vivimos en un cerco de cañones que se va estrechando con cada hora que
pasa.
De vez en cuando hay horas de un
silencio inquietante. De pronto se le pasa a una por la mente que es
primavera. A través de las ruinas calcinadas del barrio sopla
vaporosamente el aroma de las lilas desde jardines sin dueño. El muñón
de la acacia de delante del cine ha reverdecido rabiosamente. En algún
momento, entre las alarmas, los jardineros deben de haber cavado, pues
en los cenadores de la Berliner Strasse se ve tierra recién labrada.
Sólo los pájaros desconfían de este abril; nuestros canalones están sin
gorriones.
A eso de las tres, el repartidor
de periódicos detuvo su vehículo junto al quiosco. Ya había unas
veintitantas personas esperándole con impaciencia. En un abrir y cerrar
de ojos desapareció en una nube de manos y monedas de diez pfennigs.
Gerda, la mujer del portero, pescó un puñado de ejemplares de la
«edición de noche» y me dejó uno. Ya no es un periódico de verdad sino
tan sólo una especie de edición extra, impreso a dos páginas y con la
tinta todavía húmeda. De camino, lo primero que leí fue el parte de
guerra. Nuevos nombres de localidades: Müncheberg, Seelow, Buchholz.
Suenan condenadamente cercanos, ya en la Marca de Brandeburgo. Un
vistazo al frente del oeste. ¿Qué nos importa ese frente a nosotros en
estos momentos? Nuestro destino viene arrollando como un rodillo por el
este y transformará nuestro clima como antaño lo hizo la era glacial.
¿Por qué? Una se atormenta con preguntas estériles. Tan sólo quiero
vivir el día a día, acometer las tareas cotidianas.
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