Unas memorias familiares
Wenguang Huang creció en Xi'an, en la China central, en los años setenta, en plena Revolución Cultural. Cuando tenía nueve años, su abuela comenzó a obsesionarse con su vida más allá de la muerte y con los ritos funerarios que le debían garantizar descanso eterno. Aterrada ante la idea de que la incinerasen, práctica obligatoria en la China comunista, hace prometer a su familia que será enterrada en su aldea natal. Su padre invertirá los pocos ahorros de que disponen en construir un ataúd que Wenguang será el encargado de custodiar. A lo largo de los casi veinte años en los que la familia planea los detalles del entierro, el país sufre las profundas transformaciones sociales y políticas que terminarán por convertirlo en la gran potencia económica del siglo XXI. Huang, un traductor y periodista que emigró a Occidente al terminar sus estudios universitarios, recoge en este libro la historia de su familia durante los últimos treinta años del siglo XX.
El pequeño guardia rojo es el retrato, lúcido y lleno de humor, de una sociedad que se debate entre las tradiciones ancestrales y los radicales afanes modernizadores del régimen maoísta; un testimonio esclarecedor para cualquiera interesado en comprender las contradicciones que conforman la China actual.
El pequeño guardia rojo es el retrato, lúcido y lleno de humor, de una sociedad que se debate entre las tradiciones ancestrales y los radicales afanes modernizadores del régimen maoísta; un testimonio esclarecedor para cualquiera interesado en comprender las contradicciones que conforman la China actual.
«Una estampa intimista e irónica de la intrahistoria china en Xi'an durante la Revolución cultural. (...) Tragedia y comedia, dolor y humor se conjugan en unas páginas que dejan en el lector una huella indeleble.» Fernando R. Lafuente (ABC)
«Retrata con envidiable claridad y pulso narrativo la vida de una familia china, desde la trágica Revolución Cultural, hasta nuestros días. (...) Una vida digna de ser explicada como metáfora del choque entre tradición y ese cada vez más sospechoso concepto de progreso.» J. Ernesto Ayala-Dip (El Correo)
«Delicioso. Un libro que lleva a la vida un pequeño rincón de la China moderna. Una obra llena de humor, riñas familiares y vida cotidiana en una gran ciudad de un estado totalitario. (...) Con ecos de J. D. Salinger.» The Wall Street Journal
«Humor no es lo primero que uno espera en unas memorias que hablan de ritos funerarios, pero esta alegre crónica de una familia durante la era maoísta provoca sonrisas y lágrimas por igual.» The New Yorker
«Unas memorias líricas y apasionantes, (...) revelador, irónico y elegante sin esfuerzo.» Chicago Tribune
«¿Unas memorias centradas en un ataúd? Sí, y funcionan.» O, The Oprah Magazine
PRIMERA PARTE
1. Demandas
A los diez años, dormía al lado de un ataúd que Padre le regaló a Abuela cuando cumplió setenta y tres años. Nos prohibía que lo llamásemos «ataúd» e insistía en que lo denominásemos shou mu, que viene a significar algo así como «caja de longevidad». A mí me parecía un nombre muy extraño para la caja en la que enterraríamos a Abuela, pero lo cierto es que tenía una finalidad práctica. Resultaba mucho menos espeluznante compartir mi habitación con una «caja de longevidad» que con un ataúd grande y negro.
En 1973, Abuela cumplió setenta y uno, setenta y dos según el calendario chino, ya que según nuestro calendario se tiene un año al nacer. Repentinamente, empezó a asustarse y obsesionarse con la muerte. Mi hermana Wenxia y yo aún recordamos la noche en que Abuela mencionó por primera vez ese tema. Durante la cena, Madre había soltado su diatriba de costumbre sobre las faenas domésticas. La noche anterior había visitado a una vecina y había visto cómo su hijo mayor, por propia iniciativa, se puso a lavar los platos después de cenar.
-Dejó la cocina como los chorros del oro -dijo Madre mirándonos a los cuatro-. Yo, por desgracia, he parido un puñado de vagos.
Todos agachamos la cabeza en silencio. Abuela, harta de escuchar sus quejas sobre las tediosas faenas domésticas, anunció que podría morir pronto.
A ninguno de nosotros se nos había pasado por la cabeza que Abuela se muriera algún día. Desde que tengo recuerdo, siempre ha parecido una anciana, con el rostro arrugado y manchado.
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