Sin duda la más extraña y misteriosa de las obras de Joseph Roth, El Anticristo ha desconcertado durante mucho tiempo, incluso a sus más fieles devotos. Un híbrido vertiginoso entre la novela, el ensayo y la memoria, escrito mientras Roth estaba en el exilio alemán tras el ascenso del nazismo.
JR, un homólogo ficticio de Roth, es un periodista contratado por un magnate de los medios de comunicación, encargado de informar sobre las emanaciones del Anticristo en todo el mundo, en sus diversas caracterizaciones: la técnica, el nacionalismo, el patriotismo, el comunismo y, curiosamente, el cinematógrafo, al que veía como un truco de magia negra para sustituir la vida real por un limbo hipnótico e ilusorio. El Anticristo no tiene tanto que ver con la religión como con la desintegración moral del mundo moderno. Es, ante todo, un alegato moral contra la barbarie de una modernidad industrial y deshumanizante escrito desde la desesperación de quien, ante la ignominia pretende abogar por la causa del humanismo.
Ha llegado
el Anticristo
el Anticristo
Ha llegado el Anticristo; y ha llegado disfrazado de tal modo que quienes estamos acostumbrados a esperarlo desde hace años no lo reconocemos. Ya habita entre nosotros, dentro de nosotros. Y sobre nosotros gravita la pesada sombra de sus alas infames. Ya nos estamos consumiendo en el helado ardor de sus ojos infernales. Sus manos dispuestas a estrangularnos se acercan ya a nuestras desprevenidas gargantas; su lengua pecadora y flamígera lame ya nuestro mundo. Ya levanta sus pies de fuego para posarlos sobre los débiles e inflamables tejados de nuestras casas. Hace tiempo que ha sembrado veneno en las almas inocentes de nuestros niños. ¡Pero nosotros no nos percatamos!
En efecto, somos víctimas de la ceguera, una ceguera de la que está escrito que nos afectará antes del fin de los tiempos. De hecho, ya no reconocemos desde hace mucho, la esencia y el aspecto de las cosas con que nos encontramos. Lo mismo que quienes padecen una ceguera física, tenemos sólo nombres para todas las cosas de este mundo que ya no vemos. ¡Nombres! ¡Nombres! Sonidos sin forma, ropajes vacíos para fenómenos irrepresentables, es decir, sin cuerpo y sin vida. ¿Son formas? ¿Son sombras? El ciego no distingue unas de otras. Nosotros, los ciegos, no las diferenciamos. Damos nombres falsos a cosas verdaderas. En nuestros pobres cerebros resuenan sonidos huecos; ya no sabemos con exactitud qué nombre ha de llevar cada cosa. No reconocemos formas, colores ni dimensiones. Sólo tenemos los nombres y las designaciones para las formas, los colores y los tamaños. Como nos hemos vuelto ciegos, empleamos de manera equivocada nombres y designaciones. Llamamos pequeño a lo grande, y grande a lo pequeño. A lo negro, blanco; y a lo blanco, negro; a las sombras, luz; y a la luz, sombras; a lo vivo, muerto; y a lo muerto, vivo. Así, nombres y designaciones pierden contenido y significado. Es peor que en tiempos de la torre de Babel. Lo único confuso eran entonces las lenguas, y uno no se entendía con otro porque cada cual llamaba a las mismas cosas de forma distinta. Hoy, sin embargo, todos hablamos una lengua igual pero falsa, y todas las cosas tienen las mismas denominaciones, pero erróneas.
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