Poco después de conocerse, las trayectorias de los jóvenes Liza y Kostia se separan; su historia de amor adopta entonces la forma de una relación epistolar que, zarandeada por las circunstancias históricas, se prolongará en el tiempo: sobrevivirá a la Primera Guerra Mundial, a los turbulentos años de la Revolución rusa, al periodo de entreguerras y también al peso de la ausencia, transformándose poco a poco en la baliza que guiará las vidas de ambos. A través del «espejo» nos asomaremos a la evolución interior de unos personajes que maduran en la dificultad, adaptándose a los profundos cambios que experimenta el mundo. Por las cartas de Liza (ya una pintora consagrada a su arte) seremos testigos de la situación de la intelligentsia rusa en el exilio, y gracias a Kostia (un matemático en la URSS) sabremos de la vida bajo el régimen soviético.
CAPÍTULO PRIMERO
Perm, 29.I.1910
¡Kostia! Ante todo, le ruego que no me cite por mi nombre y patronímico. La directora puede abrir la carta y eso le resultaría extraño e, incluso, indecente. Y es que ya le parece indecente que me escriba con un muchacho (o si lo prefiere, con un joven). ¿Me dice usted que yo le pedí que fuera sincero? No me comprendió usted bien, Kostia. Precisamente eso es lo que no quería. No considero la sinceridad absoluta una obligación de la amistad, así como tampoco yo deseo ser sincera siempre y en todo, pues cada uno ha de tener su propio sanctasanctórum. Aun así, ya me expongo en demasía, pese a que tan solo sería necesario ser sincero con los demás hasta cierto punto. Me interesaría saber por qué me considera usted su amiga. En este momento, no me siento en absoluto de humor para hablar de mí, en caso contrario, quizás lamentase usted su precipitación, excesivamente predispuesta a halagarme.
Lo que ahora quiero contarle es que mentí cuando le dije que ya había estado en una ocasión en el baile del gimnasio1 de chicos. Hasta el año pasado no nos dejaban ir. Después del baile hicieron correr un chisme sobre mí y tuve que escuchar de labios de la directora unos agradables cumplidos. Aquello me resultó terriblemente indignante, no por la directora, claro está, sino por los muchachos, a los que hacía mucho que conocía. A decir verdad, después me pidieron perdón, pero aunque soy buena, o eso es lo que dicen, no puedo sin embargo perdonar a la gente sus menosprecios. Y, en efecto, me sentí incapaz de perdonar a cierto alumno del gimnasio: le lancé a la cara una ofensa que él, a continuación, justificó en virtud de mis puntos de vista, en su opinión, demasiado ideales.
Ahora estoy leyendo Las llaves de la felicidad de Verbítskaya2 y El viaje del Beagle de Darwin. Imagíneselo tan solo un instante: embarcarse en un viaje de cinco años alrededor del mundo siendo un joven. ¡Qué felicidad! Disculpe mi grafía y este espantoso estilo plagado de errores.
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