Todos viven o trabajan en una calle de Londres; algunos se conocen, otros no, pero casi todos acabarán cruzándose. Roger Yount es un banquero de la City que espera una prima anual suficiente para pagar su segunda vivienda; ya tiene dos coches y también quisiera tener dos mujeres. Y que la segunda fuera menos manirrota que la oficial, que no da golpe. Antes de conseguir lo que sueña, se queda sin trabajo, cargado de deudas y al cuidado de su hijo menor, porque su todavía única mujer lo abandona temporalmente. Ahmed es un pakistaní que tiene una tienda y dos hermanos, uno vago y fundamentalista, otro trabajador y demócrata. Cuando llega su madre de Pakistán, está dispuesta a criticarlo todo menos al hijo enloquecidamente religioso... También está Petunia, una anciana que no sabe que en su casa hay escondido medio millón de libras. Y Zbigniew, el albañil polaco, y Smitty, un artista del escándalo y cuyo verdadero nombre nadie conoce, y sólo sabemos que es nieto de Petunia...
Entretanto, la crisis económica acecha a Londres, y al mundo, y cada uno de los vecinos de la calle recibe una postal entre amenazante y siniestra que dice «Queremos lo que usted tiene». ¿Será su vivienda, sus tesoros escondidos, sus deseos, los confesados y los inconfesables? Capital combina una gran novela de «vidas cruzadas», como lo hicieran en el pasado Joseph Roth, John dos Passos o Stefan Zweig, con grandes frescos contemporáneos, y el resultado es un microcosmos espléndido, irresistible, que sólo una gran novela, o la vida, pueden contener.
«Leer Capital es como estudiar un curso intensivo sobre la transformación de las costumbres y las diferencias de clase de los británicos» (The New York Times).
«Asombrosamente buena; dudo de que este año haya una novela mejor» (Andrew O'Hagan).
«Rebosante de perspicacia, empatía y entusiasmo, su retrato del mestizaje de la metrópolis es, desde todo punto de vista, un gran logro» (Peter Kemp, The Sunday Times).
«Un abigarrado, irresistible relato de la vida en Londres, un retrato precrisis de codicia, miedo y dinero... Lanchester mueve los hilos de todas estas vidas cruzadas con una pericia infinita. Y la veta de ironía, de ingenio, de comicidad que recorre todo el libro, hace que sea una delicia leerlo» (The Times).
«Capital procede de una gran tradición de novelas llenas de noticias del aquí y ahora, en las que las complejidades del momento presente son observadas con inteligencia y gusto, y brillantemente dramatizadas. Y es evidente que su inteligencia, sus personajes, su comprensión de la realidad, la amplitud de su visión, fascinaran también a los lectores del futuro» (Colm Toibín).
«La gran novela del Londres del siglo XXI» (Leo Robson, New Statesman).
Primera parte
Diciembre de 2007
Diciembre de 2007
1
Una mañana lluviosa de principios de diciembre, una señora de ochenta y dos años estaba sentada en la sala principal de su casa, en el número 42 de Pepys Road, mirando la calle a través de los visillos de encaje. Se llamaba Petunia Howe y esperaba una furgoneta de reparto de Tesco.
Petunia era la persona de más edad de Pepys Road y la última que había nacido en la calle y seguía viviendo allí. Su conexión con el lugar, sin embargo, era más antigua aún, porque su abuelo había comprado la casa familiar «sobre plano», antes de que se construyera. Era pasante de abogado y trabajaba en una serie de bufetes de Lincoln's Inn, un hombre a la vez conservador y del Partido Conservador, y como suele suceder entre los pasantes, enseñó el empleo a su hijo, y luego, como el hijo sólo tuvo hijas, a su yerno. Dicho yerno era Albert, el marido de Petunia, fallecido cinco años antes.
Petunia no se creía mujer que lo hubiera «visto todo». Pensaba que había tenido una vida limitada y monótona. A pesar de todo había vivido dos terceras partes de la historia de la calle y había visto mucho, fijándose en muchas más cosas de las que admitía y juzgando lo menos posible. Sobre este particular opinaba que Albert había emitido juicios suficientes por los dos. La única laguna detectable en sus vivencias de Pepys Road se refería al momento en que había sido evacuada durante los primeros años de la Segunda Guerra Mundial, ya que había pasado de 1940 a 1942 en una granja de Suffolk. Era una época en la que prefería no pensar, no porque nadie la hubiera hecho sufrir -el granjero y su señora fueron de lo más amable, todo lo amables que el incesante trabajo manual les permitía ser-, sino porque echaba de menos a sus padres y su agradable vida familiar, con jornadas jalonadas por el momento en que el padre volvía del trabajo y el té que tomaban juntos a las seis. Lo irónico fue que a pesar de ser evacuada para que no la alcanzaran las bombas, había estado allí la noche de 1944 en que una V-2 había caído diez casas más abajo. Había sido a las cuatro de la madrugada y Petunia recordaba aún que la explosión había sido más una sacudida física que un estruendo: la echó con fuerza de la cama, como un compañero cansado de dormir con ella pero que no quiere lastimarla. Aquella noche murieron diez personas. El funeral, celebrado en la enorme iglesia del parque, fue terrible. Era mejor celebrar servicios fúnebres los días lluviosos, cuando no se viera el cielo, pero aquel día fue despejado, soleado y luminoso y Petunia no pudo dejar de pensar en él durante meses.
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