«Cuando te ves forzado a esperar la llegada de
los acontecimientos que temes, y no está en tu mano desviar el curso de
las cosas aciagas ni evitar, huyendo, que te den alcance, de nada sirve
el coraje y de muy poco la resignación.»
1. Quién se negaría a visitar
un lugar como éste?
El
destacamento español enviado a combatir a los insurgentes iraquíes debe
enfrentarse a situaciones para las que no se ha entrenado lo
suficiente. El coronel Alejandro de Merola padece una extraña
enfermedad. El capellán castrense quiere enderezar el rumbo torcido que
van tomando las cosas, pero se ve obligado a cuestionar aquello en lo
que tanto había creído. Al médico del regimiento lo que en verdad le
gusta es ocuparse de las tareas propias de un forense. Massoud, el civil
iraquí contratado como traductor, posee una desbordante fantasía
oriental y se presta a servir de intérprete, guía y confidente. Arnal el
Rojo es el soldado indisciplinado y agresivo, dispuesto a esparcir
malévolos rumores sobre la suerte que les espera.
Ante
el estupor del coronel, la situación en la orilla oeste del río Tigris,
lejos de mejorar, empeora: el alcalde de la ciudad puesta bajo su
custodia se impacienta, los terroristas empiezan a hacer de las suyas y
los mandos americanos no le tratan con el debido respeto.
Pastoral
iraquí nos cuenta el destino de los hombres que juegan con fuego,
acosados por viejos demonios familiares y perturbados por la cobardía,
el engaño y el sórdido afán de vencer a un enemigo invisible. Es la
fábula de un soldado desdichado al que nadie puede ayudar y el cínico
retrato que un hombre ofendido hace de sí mismo.
«Con una potente tensión dramática, Pastoral iraquí nos cuenta el destino conradiano de un extraordinario personaje.»
Rafael Argullol
Rafael Argullol
«Una
novela de enorme poderío, cuya atmósfera de delirio y sofoco ofrece
momentos verdaderamente gilgamésicos. En un suspense magistral, cada
personaje indaga sobre la trascendencia insólita de lo que es y lo que
hace.»
Eduardo Gil Bera
Eduardo Gil Bera
Comienzo del libro
A
pesar del tiempo que ha pasado desde aquellos agitados días de
noviembre, todavía me avergüenza recordar que mi trabajo no sirvió de
gran cosa. Ni las graves secuelas de todo aquello ni la declaración de
los testigos importaron al que de todos modos nada quería saber. Quizá
los informes acabaron en manos de un analista paralizado por la rareza
de nuestra desdicha. Quién sabe si el responsable de examinarlos fue un
viejo oficial acostumbrado a archivar partes y telegramas. O un novato
el que se sonrojara leyendo la historia de unos hombres asustados.
Del informe redactado al regresar de Irak1. Quién se negaría a visitar
un lugar como éste?
Oscuras
encinas y esbeltos cipreses crecen en la tupida floresta que un poco
más allá clarea sobre un manto de arbustos y matojos. Al pie de la
montaña nace un bosque azulado que asciende por la escarpada, se eriza
en la delgada cresta del monte y trepa por la cumbre hasta una cornisa
de roca plateada por la escarcha. Un grupo de leonas dormita sobre la
hierba mientras las gacelas olisquean con curiosidad sus excrementos. El
reflejo de la luna inmóvil se desliza sobre un océano en calma y las
doradas hebras del sol se rizan en la cabeza de un mono pensativo. A la
sombra de las altas arboledas, una criatura absorta en sus pensamientos
se pasea por el borde de la espesura.
Aunque por
el momento conserva su buen aspecto, lo cierto es que el coronel
Alejandro de Merola no se encuentra muy bien. Siente agudas punzadas en
la boca del estómago y una pavorosa corriente eléctrica le recorre la
espina dorsal hasta clavarse como una flecha en su cabeza.
La
desagradable sensación de náusea le obliga a perseguir con infructuosas
zancadas los huidizos recuerdos de la felicidad perdida. Pero el
esfuerzo sólo hace más caótico el desvarío de su mente espantada.
Comentarios