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Nacimiento de un puente


El puente de Coca, en una California imaginaria, es el sueño de cemento y acero de un alcalde megalómano. Un proyecto que surge tras una estancia en Dubái, donde el político experimenta un rapto místico ante la proliferación de rascacielos, se contagia de la fiebre del progreso y decide propagarla en su ciudad. Pero la novela narra también la historia de todos aquellos que entretejen sus vidas con la construcción de la faraónica obra. Entre ellos, un minero chino de diecisiete años, una intendenta rusa, unos buscadores de oro, un conductor de grúas... Y, al mando, el jefe de obra, un ingeniero ególatra y alcohólico que surca el planeta de proyecto en proyecto en su afán de domesticar el espacio. Al ritmo de la construcción del puente, con el que el alcalde pretende acabar con el aislamiento económico del lugar, la novela discurre vital y violenta como la lucha entre los hombres y la naturaleza que éstos tratan de conquistar. Galardonada con el Premio Médicis y el Franz Hessel.
«Un texto magnífico, trepidante, singular» (Raphaële Rérolle, Le Monde).
«Original, palpitante, a menudo sorprendente, esta obra de arte acerca de una "obra" de arte es total» (B. Quiriny, Le Magazine Littéraire).


Comienzo del libro

Al principio conoció el norte de Yakutia y Mirny, donde trabajó tres años. Mirny, una mina de diamantes que había que abrir bajo la corteza de hielo, gris, sucia, tundra desesperante salpicada de viejo carbón enfermo y de campos de deportados, tierra desierta bañada de sabañones por la noche, cizallada once meses al año por una ventisca que te raja el cráneo, bajo la cual dormitaban aún miembros desperdigados y cuernos gigantes bellamente curvados, rinocerontes con pieles, belugas lanosas y caribús congelados; esto se imaginaba él por la tarde en el bar del hotel, ante un alcohol fuerte y translúcido, con la misma puta subrepticia que le prodigaba mil caricias mientras le insinuaba un matrimonio en Europa a cambio de leales servicios, pero nunca la tocó, no podía, mejor nada que follarse a aquella mujer que no le deseaba, se atuvo a esta norma. Así que había que excavar para encontrar los diamantes de Mirny, romper el permafrost a base de explosiones de dinamita, perforar una cavidad dantesca, ancha como la ciudad misma – allí habrían hundido cabeza abajo las torres habitables de cincuenta pisos que muy pronto surgieron alrededor–, y, portando una linterna frontal, descender al fondo del agujero, golpear las paredes con un pico, excavar la tierra, ramificar las galerías en una arborescencia subterránea lateralizada que llegase lo más lejos posible, hasta lo más duro y oscuro, apuntalar los corredores e instalar raíles en ellos, electrificar el barro, y entonces perforar la gleba, rascar el pedregal y tamizar las angosturas, acechar el resplandor espléndido. Tres años.

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