Ante las preguntas de si realmente puede saberse si un libro es arte o sólo mercancía y si se puede explicar por qué Coetzee hace literatura y Dan Brown no, trataré de decir algo que quizás se acerque a una respuesta. Para ello me adentraré en la historia real que el gran Emmanuel Carrère acaba de comentar en el suplemento literario de Le Monde,suplemento tan vivo todavía que hasta plantea debates morales.
La historia se inicia en 1970, en North Carolina, cuando el médico militar Jeffrey MacDonald, que ha sido acusado de asesinar a su esposa y sus dos hijas de corta edad, se declara completamente inocente. O es víctima de una conspiración o es un asesino de monstruosa hipocresía. Ahí entra en acción Joe McGinnis, un escritor de trayectoria lamentable, autor de libros pensados para ser best-sellers, pero de los que no ha vendido nada. Como está de moda A sangre fría, de Truman Capote, firma con MacDonald un contrato en el que le promete un tercio de los derechos de autor a cambio de la exclusividad de sus confidencias.
El médico acusado y el escritor se relacionan amistosamente durante un tiempo y, cuando el acusado es condenado a cadena perpetua, el escritor le envía al reo una emotiva carta diciéndole que cree en su inocencia. Pero cuando aparece en 1983 el libro, Fatal Visión, el condenado se lleva la sorpresa de ver que McGinnis dice en el libro tener la certeza absoluta de que McDonald es un psicópata que mató a su mujer y sus hijitas. La reacción de McDonald no se hace esperar: acusa al escritor de violación de contrato y le lleva a los tribunales.
Entra entonces en acción una periodista de New Yorker, Janet Malcolm, que desea seguir el juicio a McGinnis por engaño al reo y que en 1990 acabará publicando un libro magnífico, El periodista y el asesino(Gedisa, 2004), bellísima obra de narrativa de no ficción en la que se ofrece un detallado análisis —en el sentido psicoanalítico— de las perversiones y bondades del periodismo de investigación.
Emmanuel Carrère, maestro de la narrativa de no ficción, juzga brillante y estimulante el libro de Janet Malcolm que acaba de traducirse en Francia, aunque se muestra en desacuerdo con la idea de la autora de que el periodista que se involucra en esas historias reales y sabe mirar las cosas de frente, no desconoce que aquello que hace es moralmente indefendible, pues actúa como el ladrón que se alimenta de la vanidad de los demás, de su ignorancia, de su soledad: gana su confianza y los traiciona sin remordimientos.
Para Carrère estas palabras de Janet Malcolm son válidas en el caso de la relación McGinnis-McDonald, pero no en otros. El mismo, dice, lleva 15 años trabajando con hechos y personas reales y ha lastimado a algunas, pero jamás ha engañado a ninguna. Estas palabras de Carrère descubren un juego apasionante en el filo mismo del peligro, un atractivo añadido al hecho mismo de escribir sobre la verdad.
Carrère considera que hay una línea roja en esas relaciones y que algunos no la traspasan nunca y quiere creer que aún se puede distinguir entre el periodista (atolondrado superficial, despiadado) y el escritor (noble, profundo, con escrúpulos morales): la misma diferencia que observa entre el superficial McGinnis y la honda Janet Malcolm.
Es la misma diferencia que creo ver entre un novelista como Brown, que trabaja con la superficialidad del peor periodista, y un escritor de profundidades como Coetzee; tal vez la misma que hay entre el escritor que sabe que en una descripción bien hecha hay algo moral, la voluntad de decir lo que aún no ha sido dicho, mientras que el escritor de best-sellers usa el lenguaje simplemente para obtener un efecto y aplica siempre la misma inmoral fórmula de camuflaje, de engaño al lector. Por suerte aún quedan autores, creo, en los que hay una búsqueda ética precisamente en su lucha por crear nuevas formas.
El Pais
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