Una treintañera regresa a casa de sus padres desorientada: no tiene pareja ni hijos y a pesar de haber llevado una brillante carrera profesional, de repente se ha quedado en el paro. Universitaria, inteligente y trabajadora, jamás se hubiera imaginado que a su edad se encontraría en esta situación.
Indagar en la historia familiar puede ser una manera de preguntarse qué era exactamente lo que la vida le había prometido. Sin embargo, la memoria le revelará mucho más, porque al contemplar sus recuerdos no como refugio ni como huida, ni siquiera como tentación estética, terminarán aflorando los ecos íntimos, los gestos de amor y las pequeñas heridas de una familia cualquiera, es decir, la verdad desnuda de la vida.
A medio camino entre la crónica generacional y el libro de memorias, Todo lo que una tarde murió con las bicicletas es una emocionante novela sobre la familia.
I. El norte
Es blanca, de estilo francés. Algunas baldosas se han desprendido de la fachada y su tejado de zinc soporta apenas un cielo de plomo. En el jardín, agotado por el abandono, desfallece un pequeño manzano. Los arbustos de hortensias se recuestan en la valla, corroída por el óxido, y la verja de la entrada emite un largo gemido cuando oncle Claude la abre y, levantando dramáticamente las manos, exclama: —¡Bienvenida a Salinas! El primo de mi madre lleva barba, un polo azul, sandalias de pescador y bermudas, fuma en pipa y se balancea como un tentetieso. Un chucho sale ladrando con una rabia ridícula. La casa conserva la belleza decadente de un pasado que permanece estival en la memoria, como si la infancia siempre fuera en bicicleta. Existe una teoría arquitectónica, nada científica, por la que todo tiende a aguantar. Faltan balaustres en las barandillas, la hiedra estruja las vigas del porche y una lagartija serpentea bajo nuestros pies, doy un brinco. La sal flota en esta tarde sin sombras, el campanario da las cuatro con un débil quejido. Es el mismo campanario que volvía loca a la madre de oncle Claude.
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