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Filosofía: una comunidad inexistente

Quizá los filósofos deban fijarse en los científicos para compartir procedimientos fecundos en el desarrollo de sus conocimientos.

Nosotros somos seres racionales de los que toman las raciones en los bares

Siniestro Total, Somos Siniestro Total

Desde que Thomas S. Kuhn le concediera un lugar preeminente en su propuesta teórica, el concepto de comunidad científica ha venido siendo utilizado cada vez con mayor asiduidad para referirse al conjunto de autores que comparten el conocimiento y la práctica de una misma disciplina. Sin embargo, está lejos de ser evidente que el concepto pueda utilizarse de forma tan irrestricta como suele hacerse. Por poner el caso que mejor conozco, el de la comunidad filosófica, me atrevería a afirmar que uno de los rasgos más característicos de su peculiar naturaleza es precisamente el hecho de que incumple buena parte de los estándares que Kuhn prescribía a una comunidad para ser tal, esto es, para desempeñar el papel protagonista en la historia de su disciplina que, según él, desempeñaban aquellas comunidades que sí los cumplían.

Entre filósofos no existen ni las revistas de referencia que sancionan de forma irreversible lo que debe ser considerado un avance de la disciplina, ni los libros de texto universalmente aceptados que sirven para formar a los futuros miembros de una comunidad, ni ninguno de los demás rasgos con los que el autor de La estructura de las revoluciones científicas describiera a dicho tipo de grupo. Y aunque es cierto, como ha sido señalado en más de una oportunidad, que algunos filósofos parecen haberse deslizado en los últimos tiempos hacia un hiperespecialismo que no tiene nada que envidiar al de los científicos duros más conspicuos (de manera que no es raro que, pongamos por caso, el especialista en filosofía griega alardee de desconocer por completo el pensamiento contemporáneo, el esteta sonría displicente ante cualquier tipo de consideración ética y el ético, a su vez, desdeñe todo lo relacionado con la lógica formal o la teoría de la ciencia) lo cierto es que, en el interior de cada uno de esos universos, no rigen criterios inequívocos a la hora de valorar las aportaciones y propuestas de un autor.

Probablemente sea eso (sin descartar motivaciones psicológicas, que, como es obvio, no vienen al caso) lo que se encuentra en el origen de esa variedad de aparentes elogios (en el fondo, inequívocamente envenenados) que se prodigan entre sí los miembros de la comunidad filosófica, de los que un inicial muestreo podría ser el siguiente (entre paréntesis se indica lo que el presunto elogiador de veras opina):

1. "En realidad es un poeta" (o sea, no es un genuino filósofo).

2. "Es una pena que se haya metido en política" (de hecho, siempre utilizó el pensamiento como palanca para alcanzar el poder).

3. "Donde de verdad luce es en sus conferencias" (no nos engañemos, lo suyo es una pirotecnia insustancial pero muy efectista, propia de un encantador de serpientes sin mayor fundamento teórico).

4. "Su mejor libro es el primero" (esto es, desde entonces no ha hecho otra cosa que repetirse).

5. "A mí donde más me gusta es en sus artículos periodísticos" (... porque los libros que ha escrito -la prueba del algodón para comprobar el talento del auténtico filósofo- carecen del menor interés).

6. "Sin duda es un tipo muy listo" (de hecho, ha salido a flote por su principio de realidad -i. e., por su capacidad de adaptación al medio- pero no por sus méritos propiamente filosóficos).

7. "Es muy trabajador: no para de hacer cosas" (en definitiva, sustituye la calidad por la agitación pública permanente del propio nombre)... Y así sucesivamente.

Como se habrá podido observar, el común denominador de todos estos aparentes elogios es que localizan las virtudes del presunto elogiado en un lugar distinto (y de menor importancia o valor) del que se supone que realmente debería contar, que no es otro que la actividad académica, entendida, además, en un sentido extremadamente restrictivo. El problema es que ese lugar desde el que se pretende dictaminar la ausencia de valor de la tarea ajena es, en sí mismo, un lugar de casi imposible definición (por no decir un lugar vacío). Buena prueba de ello la constituye el hecho de que también los elogios, aunque sean sinceros, que a menudo estos hipercríticos-con-los-otros dedican a los del propio grupo resultan susceptibles de análoga decodificación. En efecto:

1. Afirmar de alguien que es "un filósofo socrático" se puede interpretar, no sin cierta malevolencia, como equivalente a que el elogiado no ha escrito prácticamente nada,

2. Señalar que "ha dedicado toda su vida a la universidad" admite sin gran esfuerzo la traducción libre de que el personaje en cuestión se las ha apañado para no dejar en ningún momento de ocupar algún carguito en el organigrama universitario,

3. Enfatizar que "se ha negado a hacer concesiones fáciles" casi siempre es una forma maquillada de decir que sus textos resultan de muy difícil inteligibilidad; o, en fin (por terminar en algún sitio),

4. Resaltar (por lo general con tono solemne y voz engolada) que un pensador determinado "posee un sólido conocimiento de los clásicos" a menudo de lo que de veras está informando es de que el susodicho está decididamente al margen de los debates más actuales y urgentes.

Tal vez a los filósofos no nos viniera del todo mal disponer de criterios unánimemente compartidos que nos permitieran ir dirimiendo, de la forma más consensuada posible, el genuino valor de nuestras propuestas teóricas. Tras tantos años denostando la manera de funcionar de los científicos (tan incapaces ellos, según nuestros autosuficientes clásicos -la desdeñosa crítica de Heidegger a la técnica vendría a constituir un ejemplo paradigmático-, de pensar el sentido profundo de su propia tarea), acaso haya llegado la hora de importar alguno de esos criterios que, desde luego, tan buen resultado parecen haber dado a los primeros en sus respectivas disciplinas. Cuando menos, les ha permitido constituirse en comunidad e ir pactando procedimientos fecundos para el desarrollo de sus conocimientos. Habrá que ir con cuidado, claro está, para que lo que se importe sean sus virtudes y no sus patologías. Pero en todo caso siempre resulta preferible constituir comunidad que no mera tropa (conde de Romanones dixit), especialmente si a lo que ésta se aplica con especial ahínco es a la producción de elogios envenenados del tipo de los relacionados en el presente texto.

Manuel Cruz obtuvo el Premio Espasa de Ensayo 2010 con su libro Amo, luego existo. Ha compilado el volumen colectivo Las personas del verbo (filosófico). Herder. Barcelona, 2011. 208 páginas. 19,50 euros.

El País

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