En el interior de una novela, como en el de un tren, uno se abandona a un viaje inmóvil. En el tren el viaje es a través del espacio y del tiempo. En la novela solo de un tiempo, comprimido e inventado. En La educación sentimental, tantos años después de las primeras lecturas, me doy cuenta de que los personajes viven en un mundo fronterizo entre el tiempo antiguo de los viajes y el tiempo nuevo y más veloz de la Revolución Industrial. Como los cuadros de Monet, las páginas de Flaubert están llenas de nubes de vapor. La novela empieza inolvidablemente en un barco primitivo de vapor que emprende un viaje por el Sena en septiembre de 1840, y en esas primeras páginas está la excitación de un medio nuevo y todavía casi pavoroso, de una tecnología que ha irrumpido para cambiarlo todo: las tablas del buque tiemblan por la vibración de la caldera, el humo del carbón llena el aire. En su primer regreso a París, Frédéric Moreau viaja interminablemente en una diligencia: muy poco después ya le da vértigo el campo visto desde la ventanilla de un tren, en esa época en la que por primera vez en la historia humana se podía alcanzar una velocidad superior a la del galope de un caballo.
Flaubert me acompañada en la sala del aeropuerto de Madrid o de Zúrich, en las habitaciones de los hoteles, en los trayectos en tren. Cambiando a diario de sitio la permanencia de esa novela es como el hilo narrativo que une imágenes descabaladas de lugares. Lo asombroso de su tiempo interior es que resulta perfectamente plano. Empieza y no hay más progresión que la cronológica. No hay golpes de efecto, ni acelerones de melodrama, ni saltos hacia el pasado. Flaubert, a la manera de Cervantes en esos capítulos del Quijote en los que no sucede nada, cuenta el fluir de la vida exactamente como es, no como lo quiere la literatura. Frédéric Moreau es quizás el primer héroe de novela que no hace nada en particular para llegar a serlo. Se enamora como los personajes de las novelas románticas pero su amor no va a ninguna parte. Es ese arquetipo del provinciano que marcha a la capital para labrarse un destino pero a él la energía de la huida y de la ambición se le agotan nada más llegar a París. Mira las cosas con la atención y el desapego de una cámara. Lo registra todo y no hace nada. Su inactividad la entiendo más intuitivamente en este viaje alemán en el que paso mucho tiempo solo y fijándome en los lugares y en las personas aislado además por mi ignorancia del idioma.
Así de distraídamente asiste Frédéric Moreau a los hechos históricos. Deambula por ellos como por las calles de París y por las casas de la gente, los palacios de los ricos atestados de objetos lujosos, los apartamentos burgueses con sus adornos de un mal gusto complicado y trivial. Flaubert habla de las efervescencias políticas que calentaron las vísperas de la revolución de 1848, pero muchas veces podría estar hablando casi de ahora mismo, enumerando el mismo catálogo de personajes alucinados o aprovechados o las dos cosas a la vez: los que aman ardientemente a la humanidad pero no tienen miramientos hacia los seres humanos; los aprovechados que cambian de lealtades con una agilidad de contorsionistas y con una perfecta tranquilidad de conciencia; los que adoran con tanta sinceridad el poder, sea cual sea que, dice Flaubert, "serían capaces de pagar por venderse".
Flaubert es al mismo tiempo lapidario y expresivo. Su atención aguda a los detalles visuales y a las tonterías de las modas del idioma lo induce a uno a una gimnasia sin desmayo de la observación. Parece que lo veía todo, que lo escuchaba todo, que no dejaba de anotar con una mezcla de exasperación y de deleite todas las muletillas lingüísticas, al mismo tiempo que buscaba un grado máximo de pureza y naturalidad en el estilo. Cuánto aprendió nuestro Josep Pla, por ejemplo, de su manera de adjetivar, logrando combinar en la misma línea lo inusitado y lo común.
Pero se me acaban casi al mismo tiempo las horas del viaje, las páginas de la novela. La ingeniería narrativa de Flaubert es tan infalible, tan ligera, tan sabia, como la de quienes hicieron este tren del que tengo tan pocas ganas de bajarme.
antoniomuñozmolina.es
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