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Ambigüedad, ironía y tristeza

Alguien dijo alguna vez que el realismo de Oliverio Coelho es anómalo. Acabada de leer su nueva novela, Un hombre llamado Lobo, la sentencia parece que se cumple. Los componentes físicos y psicológicos que sostienen su trama remiten al modelo de realismo clásico: vertebración del espacio y el tiempo y el dibujo de los caracteres humanos. Hasta aquí todo en orden. Pero a medida que se va uno adentrando en sus páginas, ese realismo en apariencia ortodoxo se va volviendo distinto, desconcertante y multifacético. Un hombre es abandonado por su mujer, que a su vez se lleva consigo al hijito de ambos. El hombre se llama Silvio Lobo. Tras la unilateral separación, Lobo decide contratar a un detective llamado Marcusse. De esta manera se inicia una investigación que lleva al contratante y al contratado de Buenos Aires al sur del país. La antítesis entre la megaciudad y La Pampa no es la única. Se manifiestan en la historia otras más e igualmente significativas. La figura de Silvio Lobo y Marcusse remiten casi a una antinomia barroca, cervantina (un día a Coelho, cuando le preguntaron quiénes creía que serían el futuro de la literatura, contestó que tal vez Cervantes y Dickens). La historia que narra la búsqueda de un hijo tiene su contraparte en la historia de la búsqueda de un padre: el de Iván Lobo. En el fondo, Un hombre llamado Lobo es una historia de afectos y amores desencontrados. El amor de Silvio Lobo por su mujer Estela, la madre de Iván. Los afectos filiales y paternos. El afecto difícil pero cierto de Silvio por Marcusse y sus insólitas teorías sobre el azar. Todo este relato transcurre entre las décadas de los setenta y los noventa. No hay ninguna referencia concreta a la dictadura, pero determinados vocablos como "chupado" hacen referencia explícita a las desapariciones.

Un hombre llamado Lobo es una magnífica novela. Lo es por la manera exitosa que tiene, entre otras cosas, de mezclar asuntos de incontestable trascendencia con otros de tratamiento casi rocambolesco: todo ello con una escritura que destila por todos sus poros ambigüedad, ironía y tristeza. Algo que también encontré en su anterior novela, Ida (2008). Reminiscencias de Dickens, claro, pero también de esas discutibles pero tan verosímiles descripciones que tanto nos recuerdan al psicologismo novelesco de un Balzac. Esto corre a cuenta del bagaje irónico de la novela. Y puestos ya a establecer más relaciones, hay una que no quiero soslayar. Hablé más arriba de ambigüedad. Es la que se establece entre sus personajes. Brilla en los diálogos, que a ratos enfilan hacia terrenos ominosos. Por momentos también asoma la parodia del género policiaco o de enigma, sin que ello neutralice la carga de inquietud que estos formatos llevan. Tal vez por todas estas características, la novela de Coelho (uno de los narradores en español menores de 35 años elegidos por la revista Granta) me recuerda a Las aventuras de un fotógrafo en La Plata, de Adolfo Bioy Casares. Se trata sólo de una atmósfera, un tono, una parecida manera de describir un exilio interior. Todo el resto, la escritura y la inventiva, es Oliverio Coelho puro.

Vía: El País

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