En la reseña de un volumen antológico de Carlos Edmundo de Ory (Cádiz, 1923-Thézy, Francia, 2010), me refería hace años al peligro de que el brillo del personaje terminara velando al artista que hay tras él. Ni aquel excelente libro, titulado Música de lobo (2003) y preparado por Jaume Pont, oriano mayor del reino, ni el Diario en tres tomos publicado un año después, consiguieron integrar totalmente al autor en el normal sistema de las codificaciones estéticas. Es como si pervivieran restos de la incuria de 1970, cuando Félix Grande descubrió y nos descubrió al gaditano en una recopilación histórica (Poesía 1945-1969), no sin antes pellizcarse para comprobar que no se estaba inventando a Ory, quien simplemente parecía no existir. En buena medida, a ese desplazamiento no fue ajeno él mismo, durante mucho tiempo conocido no por sus libros (no publicó el primero, Los sonetos, hasta 1963) sino por sus agitaciones goliardescas, concretadas en la capitanía de movimientos artísticos experimentales: Postismo (1945), Introrrealismo (1951) y, ya en Francia, Atelier de Poésie Ouverte (1968). Llegado a Madrid tras la etapa formativa en su Cádiz natal, Ory cruzó la alta posguerra como un activista de la
...". Afirma Fernández Palacios en su prólogo que estamos ante un libro plenamente autobiográfico. Nadie mejor que él para saberlo, pues asistió a su gestación; y a entenderlo así nos induce la organización de sus prosas en cuatro bloques correspondientes a los grandes periodos biográficos del autor, vinculados a otros tantos lugares que les dan título: Tarsis (Cádiz), Mayrit (Madrid), Lutecia (París) y Picardía (Amiens, Thézy-Glimont). Sin embargo, el medio centenar de estampas en prosa de este volumen no responde, salvo excepciones, a las clásicas retrospecciones bañadas de nostalgia. Al contrario, en ellas está, cierto que fragmentado en esquirlas diminutas, todo Ory en un presente continuo: el del arrebato expresionista y el de la consolación de la filosofía, el del microrrelato y el del esbozo dramático, el de la desvertebración vallejiana y el de la acuarela sugeridora... El título apunta, sí, a su carácter memorialístico, y la secuencia de los capitulillos a la sucesividad biográfica; pero en Ory casi nada es lo que parece. De hecho, los tramos de esta existencia están presididos por la idea de la muerte a la que se acerca el autor, inscrita en una cita de Filóstrato (Apolonio de Tiana) para la primera sección, la de la niñez: los habitantes de Gades, dice, "han elevado un altar a la Vejez, y son los únicos hombres en la tierra que cantan himnos a la Muerte". Esta presidencia se muestra en la prosa inicial, sobre un artista vagabundo -al que llama Durero por su semejanza con el pintor bávaro- que dibuja en el suelo una espléndida batalla, con caballos piafantes, entrechocar de lanzas, carne machacada y muertos entrelazados, como en un poema del divino Aldana, antibelicista subyugado por la carnicería bélica. Aunque con menos aparato y con una piedad anunciada en el adjetivo del título, la muerte asoma también en la estación final; así en la recreación africana de Rimbaud, a través de las cartas a su familia. La vida embrutecida del expoeta errabundo y sin otra perspectiva que morir de pena conmueve al poeta viejo que se entrena en el ars moriendi: "Da tristeza leer todo esto [
El País
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