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En las fronteras de la realidad

La tradición del Cáucaso como elemento de inspiración y reflexión nacional está tan arraigada en la literatura rusa como la guerra entre el Estado y algunos pueblos montañeses del sur de la región. Lo que Ronald Hingley definiera como "el rincón más interesante del Imperio" es, desde 1817, un polvorín de etnias desigualmente asociadas por un islamismo fluctuante y una desafección palmaria a los intereses de Moscú, tan explicables como los del resto de potencias coloniales que han odiado a daguestanos, osetios, ingusetios y chechenos desde que vieron la importancia estratégica de sus territorios. Pushkin, Lérmontov y, sobre todo, Tolstói con su deslumbrante Hadjí Murat fueron espejo y prueba de la importancia que el "lejano Este" ha tenido en la cultura rusa de los últimos doscientos años y que ha dado lugar a óperas, dramas y películas que han mantenido viva hasta hoy la inquietud colectiva por esa herida que diezma a las sucesivas generaciones sin visos de solución. A tan importante corpus puede sumarse, por temática y localización, este El prisionero del Cáucaso que vertebra el nuevo volumen de relatos de Vladímir Makanin (Orsk, 1937). Bien conocido en español por estar traducida la mayor parte de su obra, el autor de El profeta representa hoy al senior que ha sabido utilizar la narrativa para indagar en el alma humana sin sucumbir a la mecánica prosa política. En el panorama de la literatura rusa actual, Vladímir Makanin es el patriarca discreto y sabio que no ha renunciado a la utopía y que bien podría recibir el Nobel porque, además de su talento, representa la dignidad del superviviente que, sin cambiar de país ni de lengua, ha sabido huir de la amargura. Pero este es también un libro importante porque en él Makanin desnuda todo su magisterio para traducir las inquietudes del hombre corriente -en este sentido cabe considerarlo el continuador de la mejor introspección chejoviana- en cualquier circunstancia, algo que ya había demostrado con sus convincentes incursiones en el mundo de la medicina o la ficción fantástica y que aquí aprovecha para indagar en la sentimentalidad de unos cuantos rusos de a pie, con nombres y apellidos. Tanto da si se trata de un militar, Rubajin, en la tesitura de sobrevivir a un canje de prisioneros en la primera nouvelle, o de Tartásov, el escritor que presenta 'Una taza de té en televisión' en el cuarto relato. Makanin no necesita exaltar la homosexualidad, la ternura o el miedo frente a las convenciones impuestas por la sociedad, la tradición castrense o la forzada lógica de la guerra: se permite acompañar, como narrador y como traductor, los discursos que estructuran la intimidad de los protagonistas. Si Rubajin es capaz de escuchar a su propio corazón por encima del ruido de las balas, la grandeza del autor es conseguir que el lector comparta las ondas que circulan por estos relatos delicados que cuentan unas vidas envueltas en rudeza. Lírico sin caer en el sentimentalismo y pulcro como solo un verdadero creador puede serlo, Makanin usa los paréntesis para modelar una escritura precisa y clara, a salvo de la mediocridad contextual. Los prisioneros de 'La letra A' o la mujer que presiente la violencia en su marido en 'Un antilíder' dan voz a una inquietud generalizada; el modo makaniniano de articularla es todo un triunfo sobre la realidad. De alguna manera, lo que le ha sucedido a Makanin durante su prolongada labor como narrador es lo que sus arquetipos, esencialmente realistas, no pueden conseguir. Juntas, al final las vidas de todos estos personajes prueban que Makanin maneja con maestría el corazón del lector y es sin duda uno de los imprescindibles.

El País

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