«Aislado, al margen de toda sospecha, el dolor
de los otros me proporciona placer y sustento. La carnalidad de los
demás. Las idas y venidas incesantes de la marea formada por la
inconstancia, la negligencia, la cobardía de los humanos.
No
he sido yo quien ha inventado mi profesión. Lo que quiero decir, más o
menos, es que la he heredado. Llevo desde la infancia deambulando por
sus laberintos. No conozco otra forma de vivir, cosa que lamento con
frecuencia. Mi profesión constituye la extensión inevitable de mi dilema
íntimo y personal; algo letal, sin lo cual, no obstante, perecería.
¿Me
atreveré a revelar la naturaleza de mis investigaciones, convencer al
mundo de que esta obra mía reviste un auténtico valor, de que no está
marcada por la perversidad, de que no es "delictiva", sino que surge de
una auténtica ternura, sí, de que la inspira, la conforma, la impulsa
el amor? Si mi investigación parte sin ambages de la pulsión erótica,
¡también resultará, y no podría ser de otro modo, profundamente
filosófica! ¿Por qué no puede la lujuria ocupar un lugar central en la
investigación psicológica?
Y si dicen de mí que soy el marqués de Sade de la psiquiatría... ¿qué más da? Algunos me odiarán, otros me venerarán.»
UNO
Aunque todavía es muy temprano, la plenitud del día se cierne sobre él.
Empieza a correr. Escucha a Monteverdi y corre. Está delgado y
musculoso. Avanza con el hambre de un lobo. El firmamento de hojas que
se extiende por encima de él tiene un aire majestuoso. El sol acaba de
alzarse sobre el borde el mundo.
Sus
días están compuestos por lo que él llama «el tiempo real» y «los
intersticios». El tiempo real le brinda una identidad, un equilibrio.
Pero los intersticios le brindan la vida. El sol empieza a derramarse
por el camino. Corre envuelto en motas de luz. Enganchado a Monteverdi,
no oye el alboroto de los pájaros en los árboles. Corre como si fuera
una criatura de los bosques de una etapa anterior al verdadero comienzo
del mundo. Muy anterior incluso a la concepción de las primeras grandes
ciudades del mundo. Nota su sexo al correr.
Hay una mujer guapa, a la que seguramente él dobla en edad, que también
corre, en dirección opuesta a la suya. Cuando están a punto de
cruzarse, la mirada de él se abalanza sobre la de ella. La mujer aminora
la marcha, se da la vuelta y empieza a caminar de espaldas, mirándolo.
Cuando él gira la cabeza, ella suelta una carcajada. Se levanta una
ligera brisa. La música de Monteverdi hace que el día reluzca. Sin dejar
de reír, ella se da la vuelta de nuevo y se interna entre los
árboles. Aquello parece una película, quizá una escena sacada de los
dibujos animados: él interpreta el papel de centauro y ella, el de
ninfa. Sí, eso es: un centauro.
En
un instante el mundo se condensa en un punto de luz y calor. Salen del
camino y se adentran entre los árboles; empiezan a devorarse la lengua y
los dientes, jadean cuando se detienen para coger aire. Él la empuja
contra un árbol y la posee. Ella le transmite una sensación de ardor en
el centro mismo de su existencia. Él nunca se cansará de follársela.
Ella lo monta a él, él a ella; ella se ahoga, él se zambulle en las
profundidades de la mujer; ella gime; ella tiembla; ella dice «madre
mía» y suelta otra carcajada, pero muy leve; él sale de ella y con un
gesto elegante, casi imperceptible, se vuelve a meter la polla en los
calzoncillos; él duda un momento; él le acaricia tiernamente la mejilla
con el dorso de la mano y dice:
-Lo siento, cariño. Tengo que ir a trabajar.
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