Un canto a la condición suburbana y a la miseria del hombre moderno; una «comedia trágica» plasmada con un ácido humor a prueba de bombas.
Reggie Perrin es un hombre gris, de mediana edad, que lleva una vida si cabe más gris: con una mujer insulsa, un trabajo alienante en una empresa de postres y nulas perspectivas vitales, decide simular su propio suicidio y comenzar de nuevo como una persona diferente. El regreso de Reginald Perrin el espíritu de la hilarante y agridulce Caída y auge de Reginald Perrin ofrece las nuevas aventuras de uno de los antihéroes más inolvidables de la literatura británica reciente. Tras diversas tribulaciones, incluida la temporada en que nuestro protagonista se ve obligado a cuidar gorrinos en una granja, Reggie abrirá una tienda, «Basura», en la que todo lo que se vende es completa y absolutamente inútil. Para su sorpresa, el proyecto se convierte en un éxito apabullante. Cuando Reggie decide destruir el monstruo que ha creado, se da cuenta de que hay criaturas difícilmente eliminables.
"Una magnífica muestra de humor inglés, agridulce e inteligente, ideal para estos tiempos de cólera." Luis Matías López, Público
CAPÍTULO 1
-Tú eres feliz, ¿verdad, Martin? -preguntó Elizabeth.
-Como no puedes ni imaginarte -contestó Reggie.
Era una mañana de lunes de marzo y el cielo lloraba con contención sobre la Urbanización de los Poetas.
Elizabeth leía el periódico mientras Reggie, en un bonito detalle para con los nuevos lectores de sus aventuras, meditaba sobre los insólitos acontecimientos que le habían llevado a aquel predicamento: desaparecer cuando la vida en Postres Lucisol se le había hecho insoportable, abandonar sus ropas en una playa de Dorset en un remedo de suicidio y vagar en multitud de disfraces para finalmente regresar a su propio funeral fingiendo ser un viejo amigo llamado Martin Wellbourne, casarse bajo esa identidad con su amada esposa Elizabeth y volver a Postres Lucisol para dirigir la «Fundación Reginald Perrin».
-Maletín -le dijo Elizabeth tendiéndole el maletín de cuero negro, con sus iniciales grabadas en dorado: «M. S. W.». Ojalá todavía pusiese «R. I. P.»...
-Gracias, amorcito -contestó, porque Reggie habría dicho: «Gracias, cariño».
-Paraguas -le dijo Elizabeth tendiéndole un objeto que justificaba sobradamente el uso de aquella palabra en concreto.
-Gracias, amorcito.
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