Esta es la historia de Nissen Piczenik, un comerciante de corales de la pequeña ciudad de Progrody. Enamorado de los corales, criaturas del pez original Leviatán, olvida el mundo a su alrededor y sólo la nostalgia ocupa su corazón: nostalgia del padre de los corales, nostalgia del mar. Sin embargo, cuando un comerciante de corales falsos se instala en la ciudad vecina, el protagonista cae en la tentación de comprar algunos y mezclarlos con los suyos. Una vez más Joseph Roth pone su escritura al servicio de un relato que posee la sencillez de los cuentos orales y la ejemplaridad de la parábola. Los avatares de Nissen Piczenik son también los de cuantos renuncian a su vida por un sueño y luego lo traicionan. Como él, quien comercia con falsos corales sabe que el Leviatán le espera.
«La relectura de El Leviatán me confirma que es una obra maestra. Todo el relato tiene la ejemplaridad de la parábola. Quien traiciona lo más auténtico de él mismo, está perdido». Enrique Vila-Matas
I
En la pequeña ciudad de Progrody vivía en otro tiempo un comerciante de corales, conocido en toda la región por su honradez y la excelente y fiable calidad de sus géneros. De pueblos lejanos venían a él las campesinas cuando necesitaban una joya para alguna ocasión especial. Hubieran podido encontrar también en las cercanías otros comerciantes de corales, pero sabían que sólo podrían comprarles baratijas corrientes y chucherías baratas. Por eso hacían a veces muchas verstas, en sus pequeños y desvencijados carricoches, para ir a Progrody, a casa del famoso comerciante de corales Nissen Piczenik. Iban normalmente los días de feria. Los lunes era la feria de los caballos; los jueves, la de los cerdos. Los hombres observaban y examinaban a los animales y las mujeres iban en grupos irregulares, descalzas, con las botas colgadas al hombro y unos pañuelos de colores radiantes incluso en los días nublados, a casa de Nissen Piczenik. Las plantas de sus pies, duras y desnudas, tamborileaban alegre y amortiguadamente en las huecas tablas de la acera de madera y en el amplio y fresco zaguán de la vieja casa en que el comerciante habitaba. Desde el abovedado zaguán se pasaba a un patio tranquilo donde, entre adoquines desiguales, proliferaba un musgo suave y, en la estación cálida, brotaban hierbecillas aisladas. Allí venían amablemente al encuentro de las campesinas las gallinas de Piczenik, rojas como los más rojos corales.
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