La muerte de Marcel Reich-Ranicki certifica todavía más la defunción de una figura que hacía ya tiempo que pertenecía al pasado.
La muerte de Marcel Reich-Ranicki certifica todavía más la defunción
de una figura que hacía ya tiempo que pertenecía al pasado: la del
crítico casi universalmente respetado en su ámbito de influencia, la del
discernidor máximo, o, como la llamé hace muchos años, la del “árbitro”
literario. Este último término es adecuado porque había algo de
arbitrario, por fuerza, en los juicios de estos individuos. Sólo que, a
diferencia de tantos otros que hoy ejercen su profesión (y nadie les
hace caso), argumentaban sólidamente los porqués de sus entusiasmos o de
sus denuestos. Podía estarse o no de acuerdo con tales argumentaciones,
pero nunca faltaban, las había siempre: el crítico no se limitaba a
exclamar: “Esto no me llega”, o “Esto no me lo creo”, o “Siento un nudo
en la garganta y me emociono”, fórmulas con las que hoy despachan a
veces libros, películas, obras de teatro y conciertos.
Reich-Ranicki era sin duda un hombre apasionado. Cuando, hacia 1996, me pasaron un vídeo de su programa El cuarteto literario, en el que había hablado generosísima y exageradamente de mi novela Corazón tan blanco,
me alegré sobremanera de estar ya enterado de la calidez de su
dictamen, porque viéndolo hablar y gesticular —y no entendiendo yo el
alemán—, su vehemencia podría haberse debido perfectamente a la cólera, y
no a la satisfacción que le había producido mi libro. También leyendo
sus textos críticos o biográficos sobre Thomas Mann o Shnitzler, Döblin,
Böll o Kafka, se percibe ese apasionamiento, lo que jamás encuentra uno
en ellos es desgana o rutina. Y su autobiografía, Mi vida,
muestra que también era un narrador excelente, capaz de mantener la
atención del lector sin recurrir a la invención, a lo ficticio, que
dispone de muchos más recursos que lo acaecido.
Reich-Ranicki es una de las personas a las que estoy completamente
seguro de deberles mucho. Tuve la suerte de que le cayeran en gracia mi
novela mencionada y Mañana en la batalla piensa en mí. De la
primera dijo, en televisión —es increíble que un programa literario
gozase de tanta popularidad—, que debía ocupar el número uno en las
listas de libros más vendidos alemanas, y sus compatriotas le
obedecieron, al menos durante una o dos semanas. Me llegó, por terceros,
que eso le había causado gran contento… y también que había halagado
enormemente su vanidad, que no disimulaba. Se ufanaba no tanto de su
“poder” cuanto de su capacidad para “educar” a los lectores. Los
escritores lo temían, pero, como me dijeron en mi editorial de entonces,
que él se ocupara de una obra era ya algo que celebrar, aunque después
la destrozara.
Al poco de aquella generosidad suya conmigo, mostró interés en
conocerme, y lo fui a visitar una tarde en su casa de Fráncfort. Nos
podíamos entender en inglés, pero quiso la presencia de un traductor
porque, dijo, “lo primero que le voy a transmitir deseo transmitírselo
con toda exactitud, y mi inglés no da para eso”. Aquellas palabras no
fueron vehementes ni jactanciosas, todo lo contrario. Nunca he oído
hablar a ningún crítico con tanta modestia de su tarea, ni con tanto
agradecimiento hacia los escasos momentos de exultación que su paciente
oficio le había reportado. Recuerdo que tuvo curiosidad por saber cuál
era mi músico favorito, mi poeta favorito (me confesó que, del siglo XX,
su preferido era Brecht, el Brecht poeta). Pero todo eso fue ya en
inglés. Lo que me dijo en alemán lentamente y me fue traducido a mi
lengua frase a frase, siguiendo sus pausas, se cuenta entre las palabras
más conmovedoras que jamás le he oído sobre la literatura a un hombre
dedicado a ella, a un hombre de letras. Eso es exactamente lo que era
Reich-Ranicki: un verdadero hombre de letras, de los que ya casi no
quedan.
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