Entre 1817 y 1818, Stendhal escribe su Vida de Napoleón, luego continuada en las Memorias sobre Napoleón
de 1836-1837. Ninguno de los dos libros fue una obra conclusa. De
hecho, el proyecto stendhaliano de atrapar la figura del Gran Corso, de
dar una imagen cerrada y homogénea de Bonaparte, le pareció una tarea
imposible, dada su hermética personalidad, abroquelada por el genio.
Este lugar común -el enigmático carácter del Sire, su inhumana
clarividencia y su probado hermetismo- será también el que conforme el Napoleón de Alexandre Dumas, escrito en 1840, así como buena parte del
imaginario decimonónico, que encontró en Napoleón una cabeza romántica,
un héroe providencial, cuya derrota fue obra, más que de la pericia de
sus enemigos, de las colosales fuerzas de la naturaleza.
Todavía
en 1906, la célebre biografía de Emil Ludwig nos presenta a un Napoleón
sobrehumano, infalible, tocado por el hilo dorado de la Gracia. Así, el
encuentro de Goethe y el Gran Corso le parece a Ludwig "prueba de la
divina comunión del genio". Y en 1918, d'Ors, en El Valle de Josafat,
dirá que Napoleón fue la "tentativa de sobrepasar la naturaleza humana
para entrar en la naturaleza cósmica". Sólo Alejandro, César y Aníbal
vienen a equiparase en el nutrido glosario de esta figura impar. E
incluso sus más conspicuos enemigos, Madame de Stäel y el vizconde de
Chateaubriand (con mayor generosidad, hay que decirlo, en el autor de
las Memorias de ultratumba), no ignorarán la grandeza demoníaca
de aquel minúsculo oficial, de genio fulminante y gesto impávido,
devenido emperador de la Francia revolucionaria. No obstante, es esta
conjunción de audacia individual y escalofrío épico la que incardinará a
Napoleón en una de las grandes categorías románticas: la categoría de
lo sublime que habían agotado ya Immanuel Kant y Edmund Burke.
El profesor Moreno Alonso, en su documentado prólogo, señala tanto la innumerable bibliografía dedicada al Gran Corso, como el carácter riguroso, fidedigno, ecuánime, de la obra de Dumas. Y ello cuando Dumas, hijo de un general napoleónico, era uno de los agraviados por el estrepitoso galopar del Sire. A esto deben añadirse dos cuestiones muy relacionadas: la nueva historiografía de Vico y Herder, fundamentada en el carácter imaginativo del historiador, y la condición de francés de monsieur Dumas, que aflora en la minuciosa descripción, en la vertiginosa narración de las batallas libradas por Bonaparte. Quiere decirse que si la Historia del XIX viene penetrada por una cualidad literaria, la literatura de la época también se contaminará de este nuevo afán historicista, ahormado por la documentación, y cuya caricatura más obvia (ese difícil equilibrio entre el erudito y el diletante, tantas veces fallido), quizá se encuentre en el Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert o en Los eruditos a la violeta de nuestro José Cadalso. En cualquier caso, el Napoleón de Dumas es una obra trepidante, admirativa, respetuosa con el dato histórico; a esto cabe sumarle la particular inteligencia de Dumas, cuya perspicacia para revelar -para sospechar- al hombre oculto bajo el mito no es, en ningún caso, de calibre corto. Sin duda, estamos ante un historiador romántico; vale decir, propicio a la figura del hombre determinante y el genio resolutivo. No obstante, su ecuanimidad le previene contra cualquier ceguera o entusiasmo. Sólo en su condición de francés, hijo de general, Dumas se deja llevar por la exultación y el orgullo: el legítimo orgullo galo por aquellos combatientes que sirvieron a las órdenes de Napoleón, atronando la paz de Europa. Este defallecimiento patriótico se deja notar cuando, al narrar la derrota postrera de Bonaparte, no escribe una sola vez la palabra terrible, la palabra vibrante y ominosa: Waterloo.
Aun así, esta derrota inapelable contribuirá también al mito. Recordemos aquí que otra de las figuras acuñadas por el Romanticismo fue aquella del solitario y el errante, la figura del desdichado, la doliente nobleza de quien lo ha perdido todo y ahora vaga perseguido por la torpe justicia de los hombres. Esta figura pudo ser Jesús, Maldoror, Hölderlin, Ashaverus, el Bautista, el Holandés Errante. Esta figura fue, para varias generaciones de europeos, Napoleón Bonaparte.
El profesor Moreno Alonso, en su documentado prólogo, señala tanto la innumerable bibliografía dedicada al Gran Corso, como el carácter riguroso, fidedigno, ecuánime, de la obra de Dumas. Y ello cuando Dumas, hijo de un general napoleónico, era uno de los agraviados por el estrepitoso galopar del Sire. A esto deben añadirse dos cuestiones muy relacionadas: la nueva historiografía de Vico y Herder, fundamentada en el carácter imaginativo del historiador, y la condición de francés de monsieur Dumas, que aflora en la minuciosa descripción, en la vertiginosa narración de las batallas libradas por Bonaparte. Quiere decirse que si la Historia del XIX viene penetrada por una cualidad literaria, la literatura de la época también se contaminará de este nuevo afán historicista, ahormado por la documentación, y cuya caricatura más obvia (ese difícil equilibrio entre el erudito y el diletante, tantas veces fallido), quizá se encuentre en el Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert o en Los eruditos a la violeta de nuestro José Cadalso. En cualquier caso, el Napoleón de Dumas es una obra trepidante, admirativa, respetuosa con el dato histórico; a esto cabe sumarle la particular inteligencia de Dumas, cuya perspicacia para revelar -para sospechar- al hombre oculto bajo el mito no es, en ningún caso, de calibre corto. Sin duda, estamos ante un historiador romántico; vale decir, propicio a la figura del hombre determinante y el genio resolutivo. No obstante, su ecuanimidad le previene contra cualquier ceguera o entusiasmo. Sólo en su condición de francés, hijo de general, Dumas se deja llevar por la exultación y el orgullo: el legítimo orgullo galo por aquellos combatientes que sirvieron a las órdenes de Napoleón, atronando la paz de Europa. Este defallecimiento patriótico se deja notar cuando, al narrar la derrota postrera de Bonaparte, no escribe una sola vez la palabra terrible, la palabra vibrante y ominosa: Waterloo.
Aun así, esta derrota inapelable contribuirá también al mito. Recordemos aquí que otra de las figuras acuñadas por el Romanticismo fue aquella del solitario y el errante, la figura del desdichado, la doliente nobleza de quien lo ha perdido todo y ahora vaga perseguido por la torpe justicia de los hombres. Esta figura pudo ser Jesús, Maldoror, Hölderlin, Ashaverus, el Bautista, el Holandés Errante. Esta figura fue, para varias generaciones de europeos, Napoleón Bonaparte.
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