Billy Phelan, jugador profesional de póquer y
billar y corredor de apuestas de poca monta, es un habitual del mundo
nocturno de Albany. Un joven irlandés espabilado y con un peculiar
código de honor que verá como su vida se complica cuando lo relacionen
con el secuestro del hijo de un capo mafioso local, Bindy McCall.
Durante
los años treinta, los todopoderosos hermanos McCall controlan por igual
los hilos del partido demócrata y los del juego, la prostitución y el
contrabando en la ciudad; nada se mueve en la capital del Estado de
Nueva York sin su aprobación. El día que Charlie McCall es secuestrado
comienza la caída en desgracia de Billy, todos sus conocidos le darán
la espalda, salvo Martin Daugherty, un periodista amigo de su familia.
La
historia de Billy Phelan pondrá al descubierto las entrañas de una
ciudad en la que las relaciones de poder son mucho más turbias de lo que
aparentan.
«Narrativamente
Kennedy es sinónimo de energía verbal y fabulación iridiscente. De
hecho todas sus novelas se desenvuelven en un sitio con sabor a
invención mítica, Albany. Kennedy nos ofrece su osadía psicológica para
concebir sus protagonistas singularísimos, nacidos para consumirse en
su propio fuego. [...] como ocurre con todos los novelistas de verdad,
en torno a sus héroes pululan otros personajes que se van ganando,
página a página, su lugar de honor en esta intensa representación de la
entrega y la desilusión humanas.» J.Ernesto Ayala-Dip
«Se
está ante un clásico vivo, que en solo veinte años y cinco novelas ha
dado ya una obra clave para la comprensión de la vida, la historia y la
literatura de los Estados Unidos.» Horacio Vázquez-Rial (8 de diciembre de 2011)
«Una
de las series novelísticas más interesantes del último medio siglo: el
ciclo de William Kennedy sobre Albany, su ciudad natal, en una crónica
marginal, oscura, llena de recovecos ajenos a la historia oficial.» "
Gabriel Insausti (La Gaceta)
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Martin
Daugherty, de cincuenta y un años, encargado del tanteo, observó cómo
Billy Phelan, que estaba realizando una jugada perfecta, caminaba hacia
el carril de retorno con la arrogancia de un águila joven que aún no ha
sido puesta a prueba, recogía su bola negra de dos orificios, la pasaba
como un malabarista de la mano derecha a la izquierda y entonces la
sostenía en la palma izquierda como si no pesara. Billy frotó la palma y
los dedos de la mano derecha contra el cóncavo cono de tiza de la
bandeja de latón sobre el estante de las bolas y se sacudió el exceso
con un tirón a la toalla. Se enfrentó a los bolos, fijó la mirada en la
zona donde la madera de la pista cambiaba de color, en un punto a siete
tablas del extremo derecho, y entonces, pura energía con zapatos, se
dijo Martin, arrastró los pies: izquierdo, derecho,
izquierdo-derecho-izquierdo y deslizamiento, llevando hacia fuera la
mano derecha con la bola y echándola atrás al moverse, como un péndulo, y
haciendo girar un poco la muñeca en el exterior del arco. Su brazo, que
a Martin le parecía puro dominio en mangas de camisa, se extendió
adelante y la bola se escurrió casi en silencio por la pista
pulimentada, rodó en la penumbra por la séptima tabla curvándose de un
modo imperceptible, una curvatura más acusada cuanto más se aproximaba a
los bolos, y penetró entre el bolo delantero y el tercero
diseminándolos todos en un jolgorio de giros y brincos.
-Así se hace, Billy -dijo Morrie Berman, que había apostado por él, y
batió palmas un par de veces-. Me has dejado turulato, chico.
-Es una bola estupenda -dijo Billy.
boomerang
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