A estas alturas del siglo, que ni siquiera es ya su siglo, parece claro
que el personaje de Max Estrella ha devorado al modelo real que le dio
encarnadura. Por una de esas paradojas no infrecuentes en el ámbito de
las letras, la memorable criatura de Valle es a la vez el principal
recordatorio de que existió un escritor llamado Alejandro Sawa y la
razón de que su rastro haya quedado reducido a la feliz caricatura
-exagerada pero no inexacta- que protagoniza Luces de bohemia.
Especialista en la literatura del modernismo y conocedora de esa línea
que arranca de la órbita simbolista, atraviesa el fin de siglo y llega
hasta los años previos al estallido de las vanguardias, Amelina Correa
publicó una impecable biografía del escritor sevillano -Alejando Sawa, luces de bohemia
(2008)- en vísperas del centenario de su muerte, donde analizaba los
afanes, los tumbos y la proverbial desventura de un hombre vencido, ya
en vida, por el peso de su leyenda. Coincidiendo con el CL aniversario
del nacimiento de Sawa, la profesora granadina ha rescatado ahora su
segunda novela, obra discreta y reveladora de una sensibilidad extremosa
que nunca pasó de ser minoritaria pero llamó la atención por su ardor
polémico, menos por sus inciertos logros estéticos que por su decidida
voluntad batalladora.
Perteneciente a la época naturalista de Sawa, iniciada a mediados de la década de los 80, Crimen legal (1886) es una obra paradigmática de la corriente que en España abanderaba Eduardo López Bago, un seguidor radical de las ideas literarias de Zola -la edición incluye su severo y programático análisis de la novela- que consideraba, no sin motivo, que el recién llegado no había abandonado del todo el idealismo declamatorio. Es curiosa, pero coherente con su inhóspito ideario, la furia antirromántica de López Bago -defensor de la "novela medico-social" y autor de obras de títulos tan pintorescos como El cura (Caso de incesto) o El confesionario (Satiriasis)-, que perseguía y condenaba cualquier indicio de debilidad lírica en los aspirantes a integrar la "barricada naturalista", con el mismo celo inquisitorial que emplearían años después los no menos sectarios y desnortados popes del surrealismo. Inasequible al desaliento, el puntilloso apóstol de la "gente nueva" se vanagloriaba de las denuncias que recibía por "supuesto delito de escándalo y ataque a la moral, a la decencia pública y a las buenas costumbres", pero lo raro era que lo dejaran libre.
La novela de Sawa cuenta una historia truculenta y tristísima, cuyos detalles son descritos por el narrador con un rigor morboso que los naturalistas juzgaban moderno. Esa historia habla de un hijo de emigrantes que se avergüenza de sus orígenes campesinos, de su matrimonio con una mujer que tiene dificultades para dar a luz y a la que los médicos prescriben la abstinencia para evitar un nuevo embarazo, de la degeneración del marido que se refugia en el amor de una prostituta, de su propósito de deshacerse de la esposa sin enfrentar las riesgos derivados del crimen. Como explica Correa, Sawa se acoge al determinismo de la escuela de Zola en su versión más férrea, que combina la obsesión por la herencia genética, el (mal) gusto por el tremendismo y la defensa de los presuntos avances de la ciencia frente a los dogmas de la religión, contrarios al progreso de la humanidad. Pero la impresión que el "caso médico" deja en el lector es justo la contraria, al poner de relieve el lado siniestro del positivismo, relacionado con las disparatadas teorías del inefable doctor Lombroso (o de sus compinches los juristas Ferri y Garofalo) sobre el carácter hereditario de las conductas criminales -"se heredan las inclinaciones y los instintos, como se heredan los humores, como se heredan las herpes y la sífilis", escribe Sawa- y su manifestación a través de rasgos fisiológicos precisos. De su protagonista, por ejemplo, dice el autor, en uno de los momentos involuntariamente cómicos de la novela, que tiene "la cabeza de un canalla y la jeta de un Heliogábalo".
Como exponente de la recepción de dichas teorías en España o como muestra de la corriente naturalista en su faceta más descarnada, Crimen legal es una novela interesante, pero es por ella ni por el resto de sus obras de esos años -Declaración de un vencido (1887), La sima de Igúzquiza (1888) o Criadero de curas (1888), todas disponibles en reediciones recientes- por lo que Sawa merece un lugar en la literatura de entre siglos. Como señalaba con disgusto López Bago, en el llamado rey de los bohemios había un fondo "romántico y espiritualista" que no dejaba de aflorar aun cuando se sometiera a las consignas de la narrativa militante, y es ese fondo, recobrado tras la aventura parisina, el que fructificaría en sus ya póstumas Iluminaciones en la sombra (1910), obra maestra del modernismo hispánico. En ella Sawa, definitivamente emancipado de la sordidez objetivista, trazó el conmovedor "dietario de un alma" que incluso en los momentos más desesperados aspiró a encarnar el ideal de la belleza.
Perteneciente a la época naturalista de Sawa, iniciada a mediados de la década de los 80, Crimen legal (1886) es una obra paradigmática de la corriente que en España abanderaba Eduardo López Bago, un seguidor radical de las ideas literarias de Zola -la edición incluye su severo y programático análisis de la novela- que consideraba, no sin motivo, que el recién llegado no había abandonado del todo el idealismo declamatorio. Es curiosa, pero coherente con su inhóspito ideario, la furia antirromántica de López Bago -defensor de la "novela medico-social" y autor de obras de títulos tan pintorescos como El cura (Caso de incesto) o El confesionario (Satiriasis)-, que perseguía y condenaba cualquier indicio de debilidad lírica en los aspirantes a integrar la "barricada naturalista", con el mismo celo inquisitorial que emplearían años después los no menos sectarios y desnortados popes del surrealismo. Inasequible al desaliento, el puntilloso apóstol de la "gente nueva" se vanagloriaba de las denuncias que recibía por "supuesto delito de escándalo y ataque a la moral, a la decencia pública y a las buenas costumbres", pero lo raro era que lo dejaran libre.
La novela de Sawa cuenta una historia truculenta y tristísima, cuyos detalles son descritos por el narrador con un rigor morboso que los naturalistas juzgaban moderno. Esa historia habla de un hijo de emigrantes que se avergüenza de sus orígenes campesinos, de su matrimonio con una mujer que tiene dificultades para dar a luz y a la que los médicos prescriben la abstinencia para evitar un nuevo embarazo, de la degeneración del marido que se refugia en el amor de una prostituta, de su propósito de deshacerse de la esposa sin enfrentar las riesgos derivados del crimen. Como explica Correa, Sawa se acoge al determinismo de la escuela de Zola en su versión más férrea, que combina la obsesión por la herencia genética, el (mal) gusto por el tremendismo y la defensa de los presuntos avances de la ciencia frente a los dogmas de la religión, contrarios al progreso de la humanidad. Pero la impresión que el "caso médico" deja en el lector es justo la contraria, al poner de relieve el lado siniestro del positivismo, relacionado con las disparatadas teorías del inefable doctor Lombroso (o de sus compinches los juristas Ferri y Garofalo) sobre el carácter hereditario de las conductas criminales -"se heredan las inclinaciones y los instintos, como se heredan los humores, como se heredan las herpes y la sífilis", escribe Sawa- y su manifestación a través de rasgos fisiológicos precisos. De su protagonista, por ejemplo, dice el autor, en uno de los momentos involuntariamente cómicos de la novela, que tiene "la cabeza de un canalla y la jeta de un Heliogábalo".
Como exponente de la recepción de dichas teorías en España o como muestra de la corriente naturalista en su faceta más descarnada, Crimen legal es una novela interesante, pero es por ella ni por el resto de sus obras de esos años -Declaración de un vencido (1887), La sima de Igúzquiza (1888) o Criadero de curas (1888), todas disponibles en reediciones recientes- por lo que Sawa merece un lugar en la literatura de entre siglos. Como señalaba con disgusto López Bago, en el llamado rey de los bohemios había un fondo "romántico y espiritualista" que no dejaba de aflorar aun cuando se sometiera a las consignas de la narrativa militante, y es ese fondo, recobrado tras la aventura parisina, el que fructificaría en sus ya póstumas Iluminaciones en la sombra (1910), obra maestra del modernismo hispánico. En ella Sawa, definitivamente emancipado de la sordidez objetivista, trazó el conmovedor "dietario de un alma" que incluso en los momentos más desesperados aspiró a encarnar el ideal de la belleza.
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