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“O te quitas el pudor o no escribes”

Se desnuda y contempla desnudos Jorge Edwards (Chile, 1931, premio Cervantes de 1999) en el primer tomo de sus memorias personales, Los círculos morados (Lumen), que aparece en España. Pudor, curas, enamoramientos y sexo (imaginado o real) en una colección de recuerdos de su infancia, hasta la adolescencia. Sobre el contenido elaboramos ayer con él este diccionario.

Pudor. “Es un sentimiento muy juvenil; de viejo uno se vuelve impúdico. Es natural y preerótico. Aquí hay mucho pudor, pero lo rompí. No se pueden escribir memorias auténticas si eres demasiado púdico. O dejas a un lado el pudor o dejas de escribir. La sociedad chilena a la que pertenezco es muy cursi, muy siútica; en ella el qué dirán es paralizante, hay demasiado sentido del ridículo, demasiadas modas imperativas. Pero era también una sociedad llena de excéntricos que rompían la norma. Decía Pablo Neruda que había que guardarlos en alcanfor. En ese ambiente era difícil escribir memorias como estas, así que las he escrito de viejo, cuando ya no hay pudor. Me hizo bien escribirlas a 10.000 kilómetros de distancia, en París, donde soy embajador de mi país”.

Memoria. “Otra vez con las memorias. Las memorias tienen límites y trampas; yo invento personajes, dejo que el lector vaya para un lado cuando yo estoy ya en el otro extremo. La memoria es un invento y un arte, tienes que romperla en pedazos, porque la memoria absoluta te vuelve loco. El secreto de todo es escribir: la escritura te libra incluso de la memoria, y eso es lo que hago, escribo, aunque parezca que hago memoria. Aquí he sido capaz de contarme con mis limitaciones. Ahora por lo menos soy un personaje de mi memoria, no sé si salgo bien o mal parado. ¿Es digno mi pasado? ¿No lo es? No nos metamos en honduras”.

Edwards. “¿Que quién es este Edwards que sale en el libro? El que se ha salvado por la escritura de la memoria. La escritura te permite ir conquistando una serenidad, consigues con ella exorcizar unos defectos: he sido muy tímido, muy limitado, muy testarudo, muy obstinado. Siempre veo en los otros perfecciones de las que carezco, son mejores lectores, mejores deportistas… A veces me da rabia haber sido escritor, ¡tendría que haber sido futbolista! A veces no sé qué hago en ningún sitio”.

Curas. “Aún siento el revoloteo de sotanas de los curas jesuitas a los que me llevó mi madre después de haber hecho la primaria en un colegio mixto. En el mixto pololeaba con las chicas. En el de curas había un jesuita que tenía ojos de uva (lo llamábamos Diuva). El padre Lorenzo. Sombrío, imperaban las normas. Preguntaba: ‘¿Cómo está tu pureza?’. Uno que se llamaba Jaramillo le preguntó, a su vez: ‘¿Y la suya?”.
Sexo. “Ahí lo cuento. Un cura llamado Cádiz, al que luego sacaron de la compañía, se aficionó, me buscaba. Lo cuento porque ya está maduro para ser contado. No quería explayarme ni montar un escándalo, ni eso es tan importante en el libro, porque no lo es en mi memoria. Me quedaron algunas secuelas, miedos, angustias, incertidumbres…, pero ya no, ya pasó. Es mi prehistoria de escritor, no significa nada. Lo que sí ocurre es que me paran muchos en Santiago: ‘A mí también me pasó, a mí también me pasó…’. ¡Caramba, a cuántos les pasó!”.

Enamoramientos. “Hubo muchos, no todos están en el libro. Hubo platónicos, con amigas de mis hermanas. Hubo amores muy escondidos, con mucho miedo. En la adolescencia me atreví más, y tuve que aprender boxeo para defenderme de algunos celosos. Pero el médico me dijo que yo no debía boxear, así que paré un poco. Había un poeta inglés que decía que él había creído que el sexo acababa a los 40, luego pensó que a los 50, y así hasta los 80. ¡Y no se acaba nunca! No se acaba nunca, doy fe. Eso decía también un cura jesuita que revolucionó el colegio; era norteamericano, se bañaba con tanga, imagínate. El problema sexual, decía, no tiene cura, ni casándote, ni siendo cura, ni haciéndote maricón (marricconn, pronunciaba)… Y nos aconsejaba: ‘Tiren (follen, en el argot chileno), pero tiren con condón…’. El condón era anatema entre los curas, claro”.

Unamuno. “Lo descubrí en la adolescencia; me gustaba que estuviera en contra, que discutiera. El padre Hurtado, al que luego hicieron santo, puso el grito en el cielo: ‘¡Es un hereje!’. Lo hicieron santo a Hurtado. Un día me escribió el cura Bernardino Piñera, que tiene 96 años y es sobrino del presidente chileno. Le había interesado la figura de Hurtado en mi libro. Era un verdadero santo, me dijo, pero no tenía ningún gusto literario. No es justo: no tenía gusto, pero sabía por dónde debía ir la literatura católica. Me hizo leer a Maritain, a Claudel. También leí a Azorín, lo imitaba”.

Neruda. “Sí, se rió de mis versos. Le había gustado, dijo, un libro mío de relatos, El patio, así que un día le llevé un soneto. Se lo leí. No dijo nada, mantenía sus manos en la panza, mirándome. ‘¿Qué, Pablo, te gusta?’, le dije. ‘Eres mejor prosista’. Él estaba harto de que le leyeran versos; un tío iba a leerle poemas hasta cuando él estaba sentado en el trono del excusado”.

“Y a menudo me desencanto”. “Sí, eso digo de mí mismo en el libro. Por lo general soy de temperamento optimista, recupero la ilusión con cualquier cosa. Por ejemplo, me acaban de llamar para decirme que una mujer muy guapa quiere conocerme, y eso me ha puesto contento”.

Elpais.es

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