Sería demasiado sostener que nada es lo que parece (aunque tienta),
pero desde luego no parece exagerado defender que no es oro todo lo que
reluce, e incluso que las apariencias engañan. Y que entre el blanco y
el negro está la gama de grises, y demás clichés, y blah, blah, blah. De
grandes paradojas, medias verdades y vocación de arrojar luz sobra
ciertas sombras de la Historia está repleta la gigantesca exposición que
hasta el 17 de febrero acoge el Museo de Arte Moderno de París. L’art en guerre (El arte en guerra)
es un sobrecogedor maremágnum de más de 400 obras —entre pinturas,
esculturas, dibujos, fotografías, objetos, cartas, carteles y piezas
audiovisuales— sobre uno de los períodos más indeseables de la Humanidad
y la reacción de los artistas contra aquella tiniebla.
Louis-Ferdinand Céline fue un antisemita de tomo y lomo, pero también
una de las plumas más embriagadoras de la literatura europea del siglo
XX. ¿Sabíamos que Picasso no fue detenido por la Gestapo en su estudio
de la rue des Grands Augustins de París solo porque su amigo Jean
Cocteau —no excesivamente mal visto por los nazis— medió ante el
escultor alemán (y nazi) Arno Breker y este a su vez ante los jerarcas
esvásticos? ¿De verdad repelió la guerra a todos los supuestos amantes
de la cultura y el arte? ¿También a André Breton, quien tuvo a bien un
día dejar caer la boutade de que “el acto surrealista supremo
sería coger un revólver y disparar a diestro y siniestro contra la
multitud? ¿Fue Hitler un bluff, tal y como le vaticinó Sartre a Simone de Beauvoir en otra boutade histórica? Pues, por desgracia, ya sabemos que no.
Preguntas incómodas, respuestas ambiguas, vacas sagradas, biografías
maculadas... Pero más allá de los morbosos interrogantes, la exposición
del Museo de Arte Moderno de París es un recorrido agotador y revelador
por la relación entre la guerra, sus víctimas, sus verdugos y sus
testigos, y más concretamente los testigos con ganas de plasmar en obras
de arte las a menudo odiosas consecuencias de los tratados, los pactos y
los armisticios. Muchos de ellos tuvieron que exiliarse en el
extranjero, otros decidieron esconderse en lo que de modo algo macabro
se llamó la Francia libre, otros se instalaron en la
clandestinidad al sol de la Provenza, otros directamente decidieron
enclaustrarse y siguieron creando, con los materiales que pudieron
encontrar, en espera de tiempos mejores... Algunos, como Max Ernst, Max
Jacob, Irène Nemirovsky, Otto Freundlich o Felix Nussbaum acabaron en
los campos de concentración.
Otra paradoja. El mismo museo parisiense que hoy acoge la muestra
abría sus salas hace 70 años (verano del 42) a los jefes nazis de la
Ocupación para que las inauguraran con total impunidad. Con artistas
como era debido, por supuesto, nada de arte degenerado: mucho paisaje, mucho torso heroico y nada de veleidades abstractas.
Hoy el nazismo es eso, Historia, no presente, como cuando entonces. La
nómina desplegada en las salas del Palais de Tokyo, sede del MAM de
París, es difícilmente igualable: Picasso, Braque, Giacometti, Léger,
Klee, Kandinsky, Ernst, el Aduanero Rousseau, De Chirico, Matisse,
Chagall, Dalí, Miró, Matta, Picabia, Julio González, Rouault, Dubuffet,
Michaux... y aquellos que de algún modo coquetearon en algún momento con
la bestia: el propio Cocteau (admirador del mariscal Pétain),
Vlaminck (que llegó a acusar a Picasso de degenerar el arte occidental),
Dérain (que formó parte de la expedición de artistas invitada por los
nazis a visitar Berlín), Kees Van Dongen...
Las obras de la exposición, la sombra de sus autores y las
interrogantes que plantean están vertebradas a través de 11 bloques
temáticos. El arte en guerra arranca con lo que fue algo así
como el prolegómeno del desastre, la gran exposición de los surrealistas
celebrada en 1938 en la galería de Bellas Artes de París. Eran en la
ciudad tiempos aún optimistas, y hedonistas: en el Hot Club podía
escucharse en vivo a Django Reinhardt, Marcel Carné y Jacques Prévert
acababan de estrenar Quai des brumes con Gabin y Michèle Morgan —película que horripiló a Jean Renoir, que llegó a acusar a Prévert de cómplice del fascismo—, la gente bailaba en los bares con las canciones de Charles Trenet...
Pronto llegaría la inacabable gama de espantos. Los acuerdos de
Múnich, la noche de los cristales rotos y las persecuciones contra los
judíos, Vichy y su triple lema Familia, trabajo, Dios, los
600.000 franceses internados en los campos de concentración... y aquí
reside uno de los mayores puntos de interés de la muestra: los trabajos
que gente anónima y condenada de antemano dejó como testimonio de vida
en los barracones de Gurs, de Bram... de Auschwitz.
En primavera, El arte en guerra cambiará París por Bilbao (Guggenheim, del 19 de marzo al 8 de septiembre).
El País
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