El asturiano José Gaos fue catedrático de Filosofía y socialista.
Ocupaba el rectorado de la Universidad de Madrid (el más joven en el
puesto, 36 años) cuando tuvo que exilarse a México a causa de la Guerra
Civil. En la UNAM ejerció un largo y hondo magisterio, de cuya
fecundidad son prueba tantos discípulos ilustres. Murió de un ataque al
corazón mientras presidía un tribunal de doctorado, un destino lleno de
dignidad académica, pero cuya perspectiva tratamos de evitar quienes nos
jubilamos anticipadamente… A mediados del pasado siglo mantuvo un
seminario con varios de sus mejores alumnos, ya emancipados en gran
parte de su tutela (Ricardo Guerra, Emilio Uranga, Luis Villoro y mi
añorado Alejandro Rossi), sobre una cuestión muy orteguiana: la vocación
filosófica. ¿Qué es lo que lleva a alguien a dedicarse profesionalmente
a la investigación y la docencia de la filosofía?
Los planteamientos iniciales del seminario (Gaos ligaba esa vocación a
tendencias individuales como el afán de goce sensual o estético, la
soberbia pasión intelectual de dominar, el erotismo del saber), las
rebeldes e irónicas respuestas de los discípulos que se atrevían a dejar
de serlo, las contrarréplicas cruzadas entre estos y las admoniciones
defensivas del contestado maestro a todos ellos constituyen una suerte
de psicodrama de alto nivel ahora al alcance de los lectores, ya que
Fondo de Cultura Económica acaba de publicar las actas del seminario (Filosofía y vocación).
En esas pocas páginas se encierra, para quienes saben leerlas o
comparten su inquietud inicial, el insoluble desafío de pensar más allá
de lo que conocemos y de tratar de enseñar lo inenseñable. La aventura
que nos hace humanos para unos, o simple pérdida de tiempo para los que
reclaman que todo sea manejable y brinde netos beneficios.
Resulta evidente que el nuevo plan de estudios de Bachillerato va a
decantarse por la segunda opción. Montaigne dijo que “la filosofía tiene
discursos para la infancia tanto como para la vejez” (la idea proviene
de Epicuro), pero el Ministerio prefiere que se queden sin ella tanto
unos como otros. La historia de la filosofía desaparece y la filosofía
misma queda como una opción diluida entre otras muchas (tampoco la
literatura sale mucho mejor parada). Se pretende reforzar las
asignaturas instrumentales —lo que está bien—, pero a costa de
guillotinar las que sirven para reflexionar sobre los fines que
pretendemos alcanzar con tales herramientas. A quien pregunte por ellos
se le remitirá a las cotizaciones de la Bolsa o en general a la
eficacia, entendida como maña para obedecer a la necesidad. La ausencia o
minimización de la filosofía permitirá luego ir prescindiendo del resto
de las humanidades, porque sin ella el arte o la historia quedarán como
estrategias político-publicitarias que pronto serás sustituidas por
mecanismos menos engorrosos. Mientras avance la tecnología, nadie
lamentará el retroceso del pensamiento, esa jaculatoria de nostálgicos…
El vacío de sentido dejado por la filosofía lo llenarán a paletadas
clericales (aquí “paletadas” viene de paleto, no de pala) las iglesias y
los nacionalismos. Su enemigo común es el laicismo, que defiende a los
pensantes frente a los creyentes: unos lo verán como guerra a la
religión, y otros, como guerra a la identidad cultural. La enseñanza
volverá a su cauce teológico e identitario, apoyándose unas veces en
unos partidos y otras en los opuestos. Nos forzarán a abjurar de la
democracia laica tanto las derechas hechizadas por la Iglesia como la
izquierda idiotizada por los nacionalismos. Aunque eso sí, como Dios
aprieta pero no ahoga, tanto unos como otros procurarán mantener abierta
la vía de acceso al supermercado. A su entrada, con el carrito de la
compra, nos pertrecharán de unos cuantos dogmas anestesiantes. ¡Habrá
que aprender a resignarse… aunque no podamos tomárnoslo con filosofía,
porque eso es precisamente lo que ya no habrá!
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