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La taberna errante

A lo largo de estas páginas, un par de proscritos hacen rodar por toda Inglaterra, huyendo de la justicia, el último barril de ron de la isla después de que un decreto gubernamental haya ordenado el cierre de todas las tabernas en nombre del ecumenismo y el entendimiento entre culturas. Allí donde los fugitivos se detienen y abren la espita del barril, enseguida cristaliza una sociedad en miniatura, como una perla alrededor de un grano de arena. La gran carcajada que truena juguetona en «La taberna errante» es la manera de G. K. Chesterton (1874-1936), el descomunal escritor inglés, de identificar y conjurar una amenaza. Chesterton, autor de «El hombre que fue Jueves» o «El Napoleón de Notting Hill», siempre se defendió a risotadas, porque le hacía mucha gracia no ser Dios y tener que conformarse con ridiculizar los errores y disparates de sus enemigos. ¿Y qué terrible peligro revela, pues, la irresistible comicidad de esta novela de dignos borrachines vagabundos? ¿El Islam? ¿La abstinencia? ¿El arte abstracto? Desde luego, «La taberna errante» es un formidable, hilarante alegato contra el vegetarianismo y la abstinencia, lo que ya es desafiante en un mundo monstruosamente higiénico en el que los asesinos de masas se preocupan por su silueta y el negocio farmacéutico amarga y abrevia la vida de los otrora risueños, saludables y respetables barrigones. Pero el asunto es todavía más serio. Cuando Chesterton defiende el ron, defiende en realidad las tabernas, y cuando defiende las tabernas, defiende en realidad algo mucho más universal y razonable que el ecumenismo y el entendimiento entre culturas: defiende la sociabilidad. El ecumenismo separa a los hombres; las tabernas son los lugares comunes donde se encuentran. «La taberna errante» narra este conflicto «civilizacional» -como está en boga decir hoy- entre una cultura de vínculos y una cultura de místicos, entre la raza de los racimos y la raza de las esferas. En su «Autobiografía», Chesterton advertía lúcidamente sobre el único destino que cabía esperar si los proscritos eran derrotados y se cerraban las tabernas: «se ciernen ya en el horizonte vastas plagas de esterilización o higiene social, aplicadas a todos y que nadie impone». Era 1934.

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