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Washington Square

Washington Square es quizá la novela más aclamada por la crítica entre toda la obra de Henry James. Se trata de un agudo análisis y un retrato excepcional de la sociedad neoyorkina del siglo xix, conseguido a través del relato de la relación entre Catherine, una mujer joven que carece de atractivos, y su padre, el déspota y adinerado médico Austin Sloper, que la somete a su permanente desprecio. La relación que Catherine decide tener con Morris Townsend, un apuesto joven sin escrúpulos que anda detrás de su fortuna, será el detonante de los hostigamientos del padre, que darán al traste con todos los planes de la pareja. Mediante descripciones de gran sutileza y diálogos elegantes y brillantes, Henry James desnuda magistralmente las convenciones sociales que coartan las libertades personales en una sociedad llena de conformismos.
En esta edición ilustrada, el artista norteamericano Jonny Ruzzo reinterpreta la obra de Henry James, difuminando la frontera entre ilustración y arte, y alternando imágenes de época con un estilo actual que complementan magníficamente la lectura de este clásico. Sumado a la excelente y renovada traducción de Andrés Barba y Teresa Barba, esta edición de Washington Square es una oportunidad excepcional para acercarse a una de las obras más celebradas de Henry James.

I
En la primera mitad de este siglo o, para ser más precisos, en los últimos años de ella, en la ciudad de Nueva York, un médico ejercía su oficio y prosperaba considerablemente. Disfrutaba allí de esa excepcional consideración que en los Estados Unidos siempre se ha profesado por los miembros de la comunidad médica, una ocupación que siempre ha sido considerada un honor en nuestro país y que, tal vez con más éxito que en ningún otro país, ha merecido el calificativo de «liberal». En un país en el que, como aquél, era necesario ganar un sueldo o hacer creer que se ganaba para granjearse un puesto en la sociedad, las artes curativas parecían combinar en el grado más elevado las dos fuentes de ingresos más ampliamente reconocidas. Por un lado, pertenecían al reino de lo práctico, lo que en Estados Unidos siempre constituía un poderoso atractivo, y, por otro, estaban iluminadas por la luz de la ciencia, un mérito apreciable en una comunidad en la que el amor por el saber no siempre se había caracterizado por la facilidad de oportunidades. 

Una de las peculiaridades de la reputación del doctor Sloper era que su saber y su destreza estaban equilibrados; era lo que podía considerarse un médico erudito sin nada abstracto en sus remedios, siempre prescribía alguna cosa. Aunque en ocasiones pudiera parecer extremadamente riguroso, no echaba mano de teorías incomprensibles y, si a veces daba detalles de una precisión que sobrepasaba la que podía ser útil para el paciente, nunca llegaba tan lejos -como se oye de otros médicos- como para abandonarlo con una simple explicación, sino que dejaba siempre tras él alguna inescrutable receta. Había ciertos médicos que extendían recetas sin ofrecer explicación alguna, pero él tampoco pertenecía a aquel grupo, sin duda, el más vulgar de todos. Es fácil deducir que estoy describiendo a un hombre inteligente. Ésa y no otra era la causa de que el doctor Sloper se hubiese convertido en una celebridad local. En ese momento, que es el que nos concierne, rondaba los cincuenta años y su popularidad estaba en su mejor momento.

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