«Tenía Baroja un gato, negro como el de los cuentos de brujas, y dos abrigos. Uno oscuro, de paño, de diario, algo raído, y otro que guardaba en el armario, gris, para las ocasiones especiales. Con él y con un pañuelo de seda blanco al cuello, como el de un aviador de biplano, grabó un día para el cine; los pasillos de la casa cruzados de cables y las habitaciones cubiertas de esa luz homicida de los focos. ¿Todo esto consumirá mucha electricidad, no?, preguntaba con persistente racanería.»
Así comienza este retrato de Pío Baroja que Jesús Marchamalo y Antonio Santos se han regalado mutuamente y que ahora es también un regalo para nosotros.
Así comienza este retrato de Pío Baroja que Jesús Marchamalo y Antonio Santos se han regalado mutuamente y que ahora es también un regalo para nosotros.
PÁGINAS DEL LIBRO
Tenía Baroja un gato, negro como el de los cuentos de brujas, y dos abrigos. Uno oscuro, de paño, de diario, algo raído, y otro que guardaba en el armario, gris, para las ocasiones especiales. Con él y con un pañuelo de seda blanco al cuello, como el de un aviador de biplano, grabó un día para el cine; los pasillos de la casa cruzados de cables y las habitaciones cubiertas de esa luz homicida de los focos. ¿Todo esto consumirá mucha electricidad, no?, preguntaba con persistente racanería.
Siempre tuvo gatos, Baroja. Su sobrino Pío Caro recordaba aquel olor ácido y untuoso, un poco agrio, de la calle Mendizábal, donde Pío vivía con su madre y dos gatos, Chepa y Apitita, nunca se supo si jóvenes o viejos.
El de la calle Ruiz de Alarcón se llamaba Miki y andaba siempre cerca de la estufa -la chubesqui- en el salón de aquella casa suya fría como el aliento de la muerte. Tanto, que en invierno Baroja estaba a menudo con bufanda y abrigo, las solapas subidas, la boina y unas zapatillas viejas, de felpa, que sujetaba al pie con bramante. También tenía una manta, que dejaba sobre una de las butacas, y que se ponía sobre las piernas cuando alguien llegaba a verle.
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