Roland, un joven estudiante, está a punto de abandonar los estudios cuando su padre decide enviarlo a la universidad de una pequeña ciudad de provincias. Allí, un brillante profesor despierta en él una nueva pasión: el amor al saber. Deslumbrado, el joven se acerca al maestro y le propone ayudarlo a concluir la gran obra de su vida. El profesor acepta el ofrecimiento, pero pocas veces manifiesta la gratitud que el discípulo ansía y en ocasiones incluso lo trata con una distancia que lo atormenta. Tan devoto como inseguro, Roland se pregunta por qué no es digno del interés de una persona tan maravillosa como el admirado maestro, ¿tan despreciable lo considera? La respuesta, sin embargo, es mucho más compleja y desconcertante de lo que podía sospechar, y sólo en el otoño de su vida, cuando él mismo se ha convertido en un respetado profesor, es capaz de evocar unos hechos que, ahora lo sabe, marcaron su vida más que todos los honores o los éxitos profesionales.
"Stefan Zweig supo conciliar las tramas más absorbentes con el estilo más preciso y el análisis más profundo. Así eran antes los best-sellers". Javier Rodríguez Marcos, El País
"Nada más indiferente al paso del tiempo que las magníficas novelas de Zweig. Espeleólogo de lo más recóndito del alma humana, fue el maestro insustituible de los vaivenes y estragos de la pasión». Mercedes Monmany, ABC
"Stefan Zweig fue un escritor elegante, preciso, repleto de originales recursos lingüísticos, arriesgado en ocasiones, seductor desde la primera línea narrativa de sus historias, conmovedor en sus argumentos, tenaz e inteligente en la información que ofrece dosificadamente al lector, sorpresivo en la resolución, delicado en la exposición de los sentimientos y maestro en la descripción psicológica de sus personajes: analizados minuciosamente hasta la desnudez total. El ritmo narrativo de Zweig siempre es armónico, pausado, sin altibajos, no faltan palabras y ninguna sobra". Fulgencio Argüelles, El Comercio
PÁGINAS DEL LIBRO
La intención era buena, la de mis estudiantes y colegas de la facultad: ahí está, elegantemente encuadernado y entregado con toda solemnidad, el primer ejemplar de la miscelánea que los filólogos me han dedicado con motivo de mi sexagésimo cumpleaños y de mis treinta años de actividad académica. Se ha convertido en una auténtica biografía; no falta ni uno solo de mis artículos por breve que sea, ninguno de mis discursos, ninguna pequeña reseña en algún anuario erudito que no haya sido arrancada con celo bibliográfico de la tumba del papel: toda mi carrera, expuesta con claridad y esmero, paso a paso, cual escalera bien limpia, está ahí reconstruida hasta el momento actual. Ciertamente sería un desagradecido si no me complaciera esa escrupulosidad conmovedora. Todo cuanto creía vivido y perdido en mi vida se reúne con orden y método en ese cuadro: no, no puedo negar que, ya anciano, contemplo esas páginas con el mismo orgullo con el que antaño los estudiantes consideraban el certificado de sus profesores que por primera vez daba fe de su aptitud para la ciencia y su voluntad de trabajo.
Sin embargo, una vez hube dejado las doscientas esmeradas páginas y observado con detalle ese reflejo intelectual de mí mismo, no pude menos que sonreír. ¿Era realmente mi vida? ¿Ascendía realmente en espirales con una determinación tan placentera desde la primera hora hasta hoy, tal como el biógrafo la dibujaba disponiéndola en estratos con la ayuda de documentos escritos? Tuve la impresión de que por primera vez oía mi propia voz hablando desde un gramófono: al principio no la reconocí; sin duda era mi voz, pero tal como la percibían los demás y no como yo la oía, como a través de mi sangre y en el caparazón interior de mi ser. Y así yo, que había dedicado una vida a describir a gente a partir de sus obras y a dar una dimensión real a las estructuras espirituales de su mundo, descubrí de nuevo, precisamente por experiencia propia, cuán inescrutable permanece en cada destino el núcleo esencial del ser, la célula motriz que da origen a todo crecimiento.
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