Máscara reúne trece relatos del maestro polaco de la ciencia ficción, Stanisław Lem, nunca hasta ahora publicados en castellano. Escritos a lo largo de toda una vida, y nunca antes antologados, en ellos encontramos al mejor Lem: un Lem radical, visionario, burlón y violentamente inteligente, el Lem de Solaris o de Vacío perfecto. La diversidad de los relatos recogidos en este volumen es enorme: desde la jocosa y grotesca parodia de las historias de alienígenas que es «La invasión de Aldebarán», pasando por el delirio de «La rata en el laberinto» o la tenebrosa pesadilla de «Moho y oscuridad», hasta culminar en la pieza central del volumen, la compleja y filosófica parábola que da título a la obra, «Máscara», la historia de una inteligencia artificial que quiere escapar de su destino y seguir solo su libre albedrío.
Sumamente refinados, profundos y originales, los relatos recogidos en Máscaranos muestran a un Lem en estado de gracia. Un autor con mayúsculas, de culto, que merece la pena elevar a los altares de la literatura moderna, por encima de géneros y de etiquetas.
«Lem no es un genio del género, sino un genio a secas.» (Lucas Martín, La Opinión de Málaga)
LA RATA EN EL LABERINTO
Coloqué en los estantes las carpetas que contenían los informes de los experimentos y cerré el pequeño armario. Colgué la llave en una escarpia y me acerqué a la puerta: mis pasos resonaban con fuerza en aquella bochornosa quietud. Cuando extendí la mano hacia el picaporte, escuché un ligero susurro, alcé la cabeza y me detuve.
«La rata», se me pasó por la cabeza, «la rata se ha escabullido de la jaula. Es imposible...»
De un solo vistazo, podía abarcar el laberinto desplegado sobre las mesas, pero los sinuosos pasillitos que se entrecruzaban bajo la cubierta de cristal estaban vacíos. Pensé que debía de tratarse de una ilusión, pero no me moví de mi sitio. De nuevo, escuché un rumor procedente de la ventana. Era evidente que unas uñas arañaban el cristal. Me di la vuelta y me agaché de golpe para mirar debajo de las mesas; nada, seguía sin haber nada. Sin embargo, volví a escuchar aquel murmullo, vago e insistente, pero esta vez supe que venía del otro lado, de detrás de la estufa. Eché a correr y, cuando llegué junto a ella, me quedé quieto. Entonces fui girando despacio la cabeza hacia un lado, mirando de soslayo. Silencio. Por segunda y por tercera vez, aquel ruido se dejó escuchar, pero en esta ocasión venía desde el lado opuesto. Aparté con brusquedad las mesas, pero allí tampoco había nada. A pocos centímetros de mi cabeza, un sonido como de madera roída. Inmóvil como una estatua, observé la habitación. De pronto, tres o cuatro ruidos fuertes restallaron en el silencio, sobre aquel constante murmullo que continuaba reverberando bajo las mesas. Un escalofrío de repugnancia me recorrió la espalda.
«Bueno, no tendrás miedo de las ratas ahora, ¿verdad?», me reprendí. De pronto, dentro del armario que acababa de cerrar, distinguí el enérgico rechinar de unos pequeños dientecillos, así que me abalancé contra la puerta, frenético: tras ella algo blando se agitaba inquieto. Tiré del cierre y una maraña de pelo gris chocó directamente contra mi pecho. Ahogado por un miedo espantoso, sin aliento, presa de un asqueroso calambre en la laringe, me desperté a duras penas, como si para hacerlo tuviese que levantar una pesada lápida con las manos desnudas.
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